LA ENTREVISTA

Ana Carrasco-Conde, filósofa: "Vivimos una época de mucho sufrimiento porque escondemos la muerte: necesitamos restaurar los ritos y el duelo comunitario"

La escritora, profesora y doctora en Filosofía nos advierte en su premiado ensayo 'La muerte en común' que "estamos desaprendiendo a vivir". "Hay males inevitables, pero hay otros que se evitan con la reflexión", apunta.

Ana Carrasco Conde

Ana Carrasco Conde / Begoña Rivas

Se la conoce como “la filósofa del mal”, porque indaga en lo oscuro. Lo hace para llegar a la luz: ¿cómo pensar la vida para hacer el mundo mejor? Ha recibido el Premio Eugenio Trías de Ensayo por su libro La muerte en común (Galaxia Gutenberg): lo que perdura en la vida es el tiempo compartido, sostiene. Recorre la mitología, el arte y la historia de la filosofía para instarnos a recuperar los ritos fúnebres en una sociedad que oculta la muerte recluyéndola en hospitales y tanatorios, negando que es parte esencial de la existencia: el duelo colectivo es necesario para restaurar la vida en comunidad, de lo contrario la pérdida se enquista y genera sufrimiento y vacío. “Vivimos una época caracterizada por mucho sufrimiento. Estamos desaprendiendo a vivir” –advierte en este ensayo que es además poesía y música, y del que reconoce con cierto rubor: “He sido muy honesta con este libro”.

-Esto de ser considerada “la filósofa del mal”, ¿cómo se lleva?

Con humor. No engaño: mi trabajo no es un camino fácil y los asuntos que trato no son demasiado alegres, pero son el lugar al que acudo intentando entender el bien y la vida, mi versión de la luz.

-¿De dónde le viene esa pulsión por lo oscuro, o acaso investiga el mal para combatir la auto concepción negativa del ser humano? 

(Se para un rato, piensa largo). La filosofía cuestiona, y los tópicos resisten por pereza o pesimismo, pero yo no parto de la idea de que el ser humano es bueno, sólo quiero saber si lo es. La pulsión viene de una niña que leía muchísimas novelas y cuentos de misterio. No porque fuera masoquista, sino porque quería conocer lo que ocultaban; y al final llegas a descubrir que lo que cuenta la literatura no es misterioso por desconocido sino por siniestro y malvado.

-¿Fue una niña miedica? 

Era muy curiosa, como todos los niños. 

-Pero ¿se asustaba fácilmente?

Soy muy asustadiza, sí, pero no me asusta una película de miedo sino la vida real. No, no tengo una coraza de acero.

-¿La clave para combatir el mal estaría en recuperar la confianza en la especie humana?

Tenemos que recuperar mucha confianza, pero para ello es preciso hacer autocrítica: si no sabemos qué es el mal no podemos evitarlo. Hay males inevitables, pero hay otros que se evitan con la reflexión. Por eso digo que cuidado con la pereza.

-¿Por qué la muerte nos convierte en niños?

Primero porque ante la muerte tenemos una sensación de soledad, y de estar perdidos. En el mundo antiguo, la comunidad protegía y cuidaba como niños a quienes necesitaban salir del dolor y reconstruir la vida. Me emocionó descubrir que las nenias, cantos que se dirigían a los dolientes, son una modulación de las nanas, cantos de cuna para los niños cuyos ritmos tienen una función apotropaica: son una protección frente al mal que va a venir. 

-¿Cuáles son las consecuencias de desterrar la muerte de la vida, confinándola en tanatorios y hospitales, alejándola de nuestras casas y calles?

No superar la pérdida no genera sólo un problema de duelo melancólico personal, sino que deja una impronta en la dinámica social: la comunidad está cada vez más rota y sufre más. La consolación, el acompañamiento y los ritos funerarios nos ayudan a aceptar el dolor de la pérdida para que no se convierta en sufrimiento. Vivimos una época caracterizada por mucho sufrimiento y una de las causas es la no aceptación y sociabilización de la muerte. 

-En lugar de curar la herida de la muerte en comunidad, ¿optamos por sedar el dolor individualmente?

Sí, es otra consecuencia: convertimos al doliente en un paciente, al que se le da un medicamento; pero el cambio de vida cuando alguien querido se muere no es una patología, es una realidad. Al medicarnos, construimos la vida en torno a un vacío. Demonizamos la tristeza.  

-¿Puede ser positiva esa tristeza, hasta el punto de vivir el trance de la muerte como algo feliz, tal y como lo interpreta por ejemplo la filosofía budista?

Aceptar la muerte e integrarla en la vida no es convertirnos en almas azotadas por el sufrimiento o la tristeza, sino que, muy al contrario, es reconocer lo que significan los otros; es pensar en qué consiste la vida con los demás, lo que nos permite priorizar de otra manera. Pero en el momento en que hemos desterrado la muerte hemos olvidado qué significa vivir de modo que merezca la pena. Vivimos acelerados y fuera de la vida, en soledad, y olvidamos que lo que permanece es el tiempo compartido. Hay que ser valientes: si uno acepta el dolor de la muerte elimina el sufrimiento y aprende a vivir. 

-¿Se la expulsa y margina socialmente porque se la considera un lastre para la productividad?

Difunto, etimológicamente, es aquel que ya no tiene función. Se nos impone un tiempo productivo que no es humano, es el tiempo de la máquina y la inteligencia artificial, enfocado a la eficiencia y el resultado económico; y obsesionados con los resultados, hemos olvidado el proceso. Pero resulta que nuestro tiempo es orgánico y biológico, y necesita ese proceso: el momento de repararse. En ese ritmo de vida enfocado sólo al negocio, que corrompe el tiempo de la vida, el duelo no es rentable. Entonces se te muere alguien esencial en tu vida y tienes dos días de permiso, y te reintegras a la maquinaria solo y roto. 

-Sin embargo, esta no-imagen que esconde la muerte y la despoja de los ritos comunitarios y necesarios para asumirla, ¿no es cierto que la convierte en mucho más espantosa?

Le da muchísima más fuerza. Cuando no profundizas en el misterio, el miedo crece y te acaba devorando. ¿Cuál es hoy la imagen de la muerte? Al principio del XX nos lo contó la filmografía de Bergman, pero no queremos aceptar que llevamos la imagen de la muerte en la cara, como llevamos la vida y la luz.

-Mientras, contemplamos muerte en las pantallas como un espectáculo lejano lo que, de nuevo, ¿no hace la muerte del ser querido algo mucho más doloroso?

La idea del consumo de la muerte como espectáculo no es mía, en ella indagó mucho Susan Sontag. Hacemos un espectáculo de la muerte porque la hemos apartado de nuestra propia vida. En este tiempo productivista vamos tan acelerados que no nos paramos a entender lo que estamos viendo: en lugar de alimentarnos, engullimos. ¿Cómo recibimos la información de Gaza?: pues si antes la leíamos en periódicos, divididos en secciones que te permitían tener una actitud diferente ante cada noticia, ahora todo nos llega a través de redes que ponen al mismo nivel y tiempo acontecimientos atroces, muerte y tortura, y noticias de la prensa rosa o un anuncio de coches. Todo es simétrico y eso genera una falta de concienciación. Y cuando el golpe nos afecta personalmente no sabemos integrarlo.

-¿Esta negación del duelo colectivo puede estar detrás de la crispación social que estalló tras la pandemia?

Uy, son tantos los factores que configuran la crispación actual… Como explica Siegfried Kracauer en De Caligari a Hitler, nos hemos interrogado por las condiciones económicas, políticas y sociales que desencadenaron en el nazismo, pero nadie ha pensado en los condicionantes psicológicos. Pensamos que la crispación tiene que ver con el clima político y no somos conscientes de que la comunidad está hecha por personas y por tanto depende de su interrelación. Si éstas se sienten cada vez más solas, en un contexto competitivo, individualista y narcisista atroz, cada vez estamos más llenos de vacío y nada, percibimos al otro como una amenaza y entramos en una dinámica de consumo y entretenimiento continuos. Estoy inquieta y preocupada: las personas, en lugar de responder, reaccionamos. Pero somos quienes somos por lo que elegimos y quien más tiene que perder somos nosotros mismos: la vida es bella cuando la vives con ciertos valores y significados.

-La musicalidad es el último sentido que pierde una mente agónica, ¿tiene esto que ver con el origen fúnebre de la música? 

Las músicas fúnebres se sincronizaban con el dolor de los dolientes, como una especie de marea que los recogía, y así el dolor salía de dentro y se aceptaba, porque de lo contrario se enquista y termina por devorar al ser. La importancia de volver a instalar los ritos es entender que son para los vivos, para restaurar la vida en comunidad. Estamos desaprendiendo a vivir.

-¿La función de los cantos fúnebres sería permitirnos salir de nosotros mismos para sentirnos parte de algo mayor?

El ser humano necesita del vínculo con los demás para ser: cuanto mayor es el afecto mayor lo es el dolor, pero más rico el mundo de quien lo siente. Llevamos dentro el sentimiento de comunidad, que tiene que ver con una trascendencia que se puede vivir en el más acá, en un plano de inmanencia. Hay un momento en el que conseguimos bajar la guardia del yo prístino y nos podemos sentir en contacto con algo que nos llena y nos ensancha el alma, y eso es lo que pasa con el arte y con la música en concreto, y ahí entra muchísima luz. La música nos permite sentirnos parte de un todo, la idea ya está en Platón, y lo consigue porque apela a lo emocional, al sentimiento y lo estético. Como escribió Hölderlin, nada razonable se extrae de la razón pura, porque la filosofía necesita la fuerza estética de la poesía, que es música y es lo que consigue movilizar el sentimiento, removernos y reconectarnos. La música es la mejor representación del sentimiento, lo dijo Aristóteles, y eso es lo que encontramos en los ritmos fúnebres, que empiezan en re menor (tristeza) y terminan en re mayor (vida). 

-¿Se ha imaginado cómo se siente la muerte de un animal?

No hay nada más cruel que alguien niegue tu dolor, y hoy se enjuicia a quienes sufren la muerte de su animal de compañía, que no es humano pero ha formado parte de tu vida. Y el dolor por tu animal evidencia algo muy hermoso: tenemos la capacidad de conectarnos afectivamente con animales no humanos y debiéramos valorarlo; y es así no porque tratemos al animal como humano, sino porque la medida del amor es la del dolor, y si te duele la pérdida es que has vivido y has sido valiente. 

-Dice que la filosofía ha perdido la capacidad de consolar, ¿por qué lo ve así, ahora que la gente empieza a recurrir a la filosofía como terapia? Y no hablo de autoayuda.

Soy crítica con las consultas filosóficas, me parecen peligrosas, porque el sentimiento es un material muy frágil, se puede hacer mucho daño. Los psicólogos se autoanalizan para no volcar sus miedos en aquel a quien consultan. En la consulta filosófica esto no sucede, y de ahí su potencial daño. Hay que recuperar la dimensión humana de la filosofía como forma de aprender a vivir, pero hoy es un saber demasiado académico, cuando en esencia se trata de una meditación sobre la vida que, incordiando, desarticula tópicos y certezas y, a partir de ahí, construye. Pero ha perdido honestidad y modestia: el filósofo no es un sabio, sino un ser que aspira a saber.

-¿Sólo el olvido hace morir del todo al que se va? ¿Se trataría de asumir que nadie muere en la memoria, ni en su significado, ni en la música ni en la poesía?

Nadie muere aunque se le olvide. Somos seres intrasubjetivos: introducimos a los demás en nosotros mismos, cada uno sigue vivo en aquello que ha aportado a los demás. ¿Qué es aquello que uno quiere dejar o aportar a otros aunque ni quiera sepan tu nombre?: sólo por esto merece la pena vivir, pero para ello es imprescindible la autocrítica, que abre la posibilidad de crear una comunidad mejor.