Opinión | DAME UNA NOCHE

La última frase

"El mayor encanto de empezar una novela es saber que termina", sostenía Camila Cañeque 

La artista y escritora Camila Cañeque

La artista y escritora Camila Cañeque / EPE

El único libro de Camila Cañeque se titula La última frase, un ensayo muy personal sobre los finales literarios cuyo comienzo es "La primera frase es importante". Nacida en Barcelona en 1984, Camila Cañeque murió hace muy poco. No llegó a conocer su libro físicamente. Murió mientras dormía unos días antes de que saliese de la imprenta: no lo vio, no lo tocó; lo pensó, lo escribió, lo ordenó.

El ensayo es una exquisitez recién publicada en La uÑa RoTa. Camila era filósofa, escritora, artista. Cuando Carlos Rod, su editor, recibió un mensaje con la noticia de su fallecimiento, pensó que se trataba de una performance de la propia Camila, jugando con la atracción por el desenlace de las cosas del que a veces somos incondicionales. No podía creer que se hubiese muerto de verdad.

El ensayo parte del reconocimiento de que la primera frase de un libro es realmente la "gran seductora", la que aspira a arrastrarnos al interior de la obra. "Es el anzuelo que quiere ser mordido". Si el lector queda atrapado en esas primeras palabras, la historia podrá continuar. "Hay principios que no serán recordados, principios memorables, principios que no parecen principios, pero el mayor encanto de empezar una novela es saber que termina", sostiene. El lector recorre las páginas siempre proyectado hacia la meta, "avanzando como todo lo vivo, hacia el final".

En su libro recoge un total de 450 últimas frases, de otros tantos libros, que va intercalando entre los párrafos del ensayo, en los que se insertan hasta convertirse en parte de la obra "de" Cañeque, que los procesa con extraordinaria habilidad y los dota de vida en su libro, lejos de sus obras originales, como en una segunda vida.

Cañeque no recuerda cuándo empezó a sentirse atraída por las últimas frases. Hubo un momento a partir del cual abrir un libro significaba "ir directamente al final, buscar su cierre", en un ejercicio de "fetichización inconsciente". Le sucedió en el colegio, en la universidad, en casa, en las estanterías de los demás, en las librerías, en las bibliotecas, en las calles. "Antes que nada, iba allí, a la última frase", sorteando la historia. "Permanecía un rato en el último punto, quieta, como si necesitara reponerme de una historia que no había leído, que desconocía".

Al principio se limitaba a leerlos, después pasó a fotografiarlos y, cuando ya se acumulaban con vértigo, decidió transcribirlos. Y entonces constató que difícilmente llegaría algún día al final definitivo, a la última frase transcrita, a la que le permitiese decir "se acabó". Se había aventurado a una búsqueda compulsiva que, aunque «se centraba en los finales, no tenía fin". Había pasado de un estado cercano al enamoramiento, a asumir con el tiempo algo parecido al peso de una hipoteca que nunca podría saldar.

Se volvió una adicta al final, víctima de la fascinación por ese instante. En algún momento inició el laborioso proceso de selección y descarte. Numeró y clasificó concienzudamente las últimas frases, por orden alfabético, por autor. Se refugiaba en la comodidad de los índices, pasando del onomástico al temático, del cronológico al melódico. "Había un capítulo entero dedicado a las últimas frases encabezadas por una i griega", explica. 

Unas veces eran contundentes, otras brutas, lapidariamente reveladoras o del todo ambiguas, cortas o no tan cortas, aunque todas se emplazaban "en la condición agónica de lo que está a punto de morir". Cada vez que pretendía darles un orden, comprobaba que ellas necesitaban el desorden y que estaban solas, sin el relato que las había acompañado hasta ese momento, solo acompañadas de otras soledades, "lejos de sus orígenes, deslocalizadas del mapa de la literatura universal", pero "fabricando nuevos sentidos". Fin.