Opinión

Un pensador unamúnico

El destierro en Fuerteventura supuso para el escritor "la más fuerte" de sus "aventuras quijotescas"

Unamuno, visto por el ilustrador Pablo García

Unamuno, visto por el ilustrador Pablo García / Pablo García

«Castellano de angustias y vasco de nacimiento», según su definición, cabe apostillarlo también, como canario de redención. Hasta la madrugada del 9 de julio, en que, recién amnistiado, zarpa para Francia (no sin antes pedirle a un cabrero un vaso de leche, que, como un cáliz, Miguel de Unamuno y Jugo sorbió en chaqueta y alpargatas, a pie de playa), los cuatro largos meses de su exilio en la «fuerteventurosa isla africana» -como la llama en De Fuerteventura a París (1925)- debieron de merecerle, aun cada vez más agnóstico (luego publicará San Manuel Bueno, mártir), la superación de la prueba de Jesús en el desierto.

O, al menos, aupado al camello majorero, algo inverso a la caída del caballo de su encomiado san Pablo. La instrucción de su tocayo Primo de Rivera («el Ganso Real», como lo llama) de que los guardias le dieran mucha manga ancha -pues nada le vendría mejor al dictador que la noticia de su fuga-, el deportado rector se la salta, e intensifica sus colaboraciones en Madrid y Buenos Aires (Divagaciones de un confinado), para dar cuenta de estar en la gloria: «¡En mi vida he dormido mejor! ¡Qué sanatorio! ¡Qué fuente de calma!», y, de paso, satirizar sobre el ardor guerrero promovido por el General: «La aulaga [la abundante planta autóctona] rechaza a los machos sin más que serrín en la mollera y pus en el corazón».

En «la más fuerte de mis aventuras quijotescas», Unamuno comienza a desprenderse de ciertos corsés maniqueos, a los que, muchas veces, había llegado por acorralamiento y tergiversaciones de sus adversarios. Como señala Eugenio Padorno, en Unamuno, escritor canario, el destierro le propiciará un «desarraigo» espiritual, que ya nunca le abandonará, derivando sus planteamientos hacia «una especie de mística africanizada». En aquel austero entorno, se radicaliza el aperturismo de su concepción de lo hispánico, que «pasa inexcusablemente por la renuncia al españolismo defendido por los tradicionalistas y los europeístas».

Por lo pronto, Unamuno puede ser considerado el primer turista español en practicar nudismo. Es fama que solía postrarse en la terraza de su pensión de Puerto Cabras, el hotel Fuerteventura, a tomar baños de sol en bolas. Con tan solo la cara cubierta por el tomo de Divina Comedia, de Dante, los poemas de Leopardi, o, incluso, el Nuevo Testamento en griego (los únicos tres libros de su equipaje), desoía los amables avisos sobre su completa visibilidad desde las casas aledañas, y, con el mismo ímpetu de su famoso «¡que inventen ellos!» (los europeos), argüía ahora: «Yo no les miro. Que no me miren ellos a mí» (los vecinos).

Lo más chocante de su metamorfosis es que se produjera durante su deportación, y en una isla pobrísima y periférica; si, al principio, le pareció «unas Hurdes marinas», finalmente le haría añorar, desde Francia: «Fuerteventura, un oasis en el desierto de la civilización» (Cómo se escribe una novela). 

Cuando, en el verano de 1910, visita por un mes las dos islas capitalinas, Tenerife y Gran Canaria, con todos los honores de rector de Salamanca, como mantenedor de los Juegos Florales de Las Palmas, don Miguel de Unamuno no se corta en arengar a las autoridades locales con la necesidad de salir del «aislamiento» y la «soñarrera tropical» que embarga a los canarios. «Es este un lugar de paso...[donde] vivís aislados y aislándoos», les espetará en su discurso oficial, sobre las tablas del Teatro Pérez Galdós, de Las Palmas. «Esto [las islas Canarias] es a modo de mesón, donde se descansa, se toma un refrigerio, se deja algo en la bolsa, pero donde no se deja ni se toma nada del espíritu […]. Os encontráis con un horizonte cerrado; el mar os estrecha y os entrega a vosotros mismos». 

En cambio, ahora, «frisando los 60», en su inopinado destierro, Unamuno celebra la nueva proximidad física con la naturaleza elemental, que le brinda justamente el «aislamiento», sacralizado como el espacio más propicio para los «peregrinos del ideal». A partir de ahora, el destino de cada hombre concreto «de carne y hueso» (cada cual una «especie única», que no debe ser vulnerada) es «hacerse un alma». En las islas forjó su más elemental legado: la necesidad de crecerse en la adversidad.