Opinión | CUADERNO DE NOTAS

Tres filmes personales escritos

Me bailan por la cabeza todas las cosas que veía en aquellas visitas en las que el padrino compraba ollas, graseras, macetas, platos y jarras

Un olivar en la sierra de Tramuntana, en la isla de Mallorca.

Un olivar en la sierra de Tramuntana, en la isla de Mallorca. / EPE

PRIMER FILM: EL TERRITORIO. Aquella máquina tan grande y tan negra como un dragón de las fábulas que resoplaba vapores blanquísimos, con los vagones de madera con ventanas grandes de cristal, del tren de vapor de Palma a Santa Maria del Camí, fue el primer medio de locomoción con el que atravesé las tierras de Mallorca, de Marratxí.

Desde pequeño me gustaba mirar, escuchar y charlar. Y me acuerdo en los brazos de mamá aferrado al cristal viendo pasar las últimas casas de Palma y entrar en los campos que duraban sólo un rato y se detenían de golpe en la estación del Pont d'Inca. La chimenea de la Agrícola, tan alta y tan delgada, me embelesaba, y después ya quería que me dejaran abrir el cristal para poder asomarme.

Mamá decía que recordara que me entraría en los ojos aquella carboniza que me hacía llorar, pero como era muy mimado conseguía convencerla con la promesa de que tendría los ojos medio cerrados. Y me entusiasmaba atravesar almendros, algarrobales y campos sembrados de trigo y, sobre todo, mirar la sierra de Tramuntana, esa escenografía gigantesca donde colocaba todas las batallas, los gigantes, los reyes y las aventuras exóticas y lejanas.

Siempre me entraba un granito de carbón en un ojo. Y me lo frotaba fuerte con los puños y me escocía hasta que mamá me llevaba al lavabo y con un poco de agua me devolvía la vista. Y aquí le pedía quedarme un rato con ella en el rellano que había a la salida del vagón. Porque después del parón en la estación del Figueral vendría aquella posesión que era un inmenso castillo encantado: Son Sureda.

No podré olvidar mientras viva el perfume y las hileras azul lilosas de las lavandas floridas que llenaban todo el panorama del campo inacabable, con un torreón de fábula en el fondo. Puedo decir que por la puerta de la postal de las lavandas de Sonsuredalandia entré en el país del amor y el gusto de los paisajes.

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SEGUNDO FILM: HOLLYWOOD, LOS AVIONES Y SANT MARÇAL AL FONDO. ¿Por qué recuerdo el bus de Palma a Santa Maria del Camí cuando ya era mayor? Por aquel entonces me entusiasmaban el cine y la literatura. Y cuando atravesaba el puente del torrente Gros sabía que encontraría dos máquinas de soñar: a mano izquierda, precedida por un olor de algarroba dulcísimo, veía una extensión infinita de metros de pared encalada y, como por sorpresa, me encontraba de bruces con la alta, blanca y grandiosa entrada de la Agrícola.

Aquella monumental entrada era hermana gemela de la que había visto en el Fotogramas de los estudios de la Metro-Goldwyn-Mayer. Me sacaba los ojos imaginando que, si eso eran unos estudios de cine de verdad, podría ver a Greta Garbo, Errol Flynn, Bette Davis, James Dean, Erich von Stroheim, Marilyn Monroe, Billy Wilder o Marlene Dietrich, que entrarían o saldrían de un plató.

Aún estaba colgado con estos ensueños cuando a la derecha aparecían la torre de control del aeropuerto de Son Bonet, las larguísimas pistas, los hangares, las mangueras como barretinas para mirar de dónde venía el viento y aquellas máquinas voladoras con alas y hélices, los Bristol 170, me decía mi padre, y yo no entendía que, si eran de hierro, pudieran ir por el cielo y ser como los pájaros.

Aún miraba hacia arriba para ver si bajaba alguno de aquellos pajarracos, cuando descubría sobre los pinos una torre cuadrada como de monasterio y un poco más allá dos campanarios como de una iglesia y casitas colgadas entre pinos y encinas en una cordillera de colinas sobre la llanura de los campos. Mi padre me explicaba que la primera torre era de la posesión de Son Verí, que las otras dos eran de la iglesia de Sant Marçal y que aquellas casas pertenecían a los pueblecitos de la Cabaneta y Pòrtol, que formaban parte del municipio de Marratxí. Conjugando mi curiosidad y la enseñanza de mi padre, supe que los padrinos de Santa María eran buenos vecinos del pueblo de Marratxí, con el que tenían muchas relaciones.

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TERCER FILM: IR A HACER FIDEOS Y COMPRAR OLLAS CON EL ABUELO BIEL DE SON BIELÓ. Aquellas eran unas de las aventuras más alucinantes y apasionantes de mi infancia. Ante todo, el padrino me enseñaba a enganchar a Ros, un caballito de crin roja, en el Cabriel, mientras mi padre o el tío Pere ataban un mulo en el carro. La expedición empezaba cuando salíamos del corral de la casa del abuelo de Santa María del Camí, que se encontraba a la sombra de aquel campanario de la iglesia parroquial de azulejos azules, y, dejando tras de nosotros los arcos dorados del Ayuntamiento y la plaza Major, partíamos despacito hacia Pòrtol.

Aquel camino polvoriento y con paredes secas a cada lado lo conocía bien porque había ido muchas veces: primero encontrábamos el cementerio a mano izquierda (mamá siempre me hacía rezar un padrenuestro por los muertecitos, pero con el padrino no importaba), y después de una pequeña recta, ya estaba la entrada de la posesión de Son Bieló (estas cuarteradas de trigales, viñedos, higuerales, almendros y albaricoqueros, con una casita de un piso en medio, fueron mi primera universidad para aprender la antropología cultural del trillar, de la vendimia, del cosechar almendras, higos y albaricoques, de escuchar historias de los campesinos, etc.).

El padrino miraba hacia sus campos y pasábamos de largo, después bordeábamos la pared de Son Collet (siempre quedaba atontado con la torre de aquel casal sobresaliendo del muro que tenía aires de leyenda), dejábamos a la izquierda el camino de Can Moranta, bordeábamos el jardín de Can Vic, y poco a poco encontrábamos las primeras casas portolanas. El abuelo me mostraba aquella herida del hoyo del barro (con la encantadora tierra de un rojo granate que servía para la alfarería), y subiendo aquella cuesta llegábamos a la plaza del pueblo.

En una casa, Cas Fideuer, junto a la iglesia de la Verge del Carme (desgraciadamente derrumbada), un trabajador bajaba los sacos de harina. Recuerdo brumosamente una máquina que soltaba aquellos largos hilos de pasta que después ponían a secar y que eran los fideos que tanto me gustaban. Volvíamos a subir al cabriel y dando algunas vueltas nos encontrábamos en una ollería que creo que se llamaba Can Serra.

Me bailan por la cabeza todas las cosas que veía en aquellas visitas en las que el padrino compraba ollas, graseras, macetas, platos y jarras: la era de batir la tierra y tamizarla, el obrador, el secador, los fregaderos, el molino de sangre, el torno o rueda, el horno. Contemplaba el prodigio artesano de la transformación de aquella tierra en barro rojo; del barro rojo amasado dentro del fregadero, en una masa que aquellas manos gruesas del alfarero ponían sobre el torno, que daba vueltas con su juego de pie y del que, como si fuera una aparición, salía entre sus manos la olla primigenia, una acción epifànica.

Todo esto lo tengo guardado como una techné antigua, una conceptualización del oficio, de la creatividad del oficio. Y lo que ya me hacía enloquecer era contemplar cómo una vieja dama, toda vestida de negro, y bien arremangada, cogía el barro y en un santiamén hacía un demonio cucaracha, un buey con unos grandes cuernos, una mujer con una canasta de rositas, un hombre con un bastón y un perro. Y a todas las figuras añadía a la parte de la peana un silbato. Y después las blanqueaba y las pintaba con pinceladas verdes y rojas.

Así descubrí los siurells y me enamoré. Los siurells me han acompañado siempre, en todo el mundo, como fetiche, como juguete, como souvenir, como pequeñas piezas íntimas portadoras de belleza y felicidad. Y por la tarde, también muy despacio, volvíamos hacia Santa Maria del Camí, y yo, a pesar de que el padrino me regañase, no paraba de silbar.