MANO DE PÁGINA

Manu en la página

Diez años de la muerte de Leguineche, quien diagnosticó la “triple D” de los periodistas de raza: divorciados, deprimidos y dipsómanos

El periodista Manu Leguineche.

El periodista Manu Leguineche. / David Castro

Antonio Puente

Antonio Puente

En 2014, la muerte de García Márquez llegó precedida por la de Manu Leguineche, otro gran maestro de los periodistas de raza, y que, al igual que aquél, velaba por la calidad literaria de crónicas y reportajes. Era un Graham Greene de Chamberí que hubiese preferido que los periódicos se editaran para siempre en papel de estraza. “No soy más que un reportero y sólo los editorialistas creen en Dios”, solía repetir esa frase del autor de El americano impasible, para desmitificar el oficio, y, de paso, el empavonamiento de muchos colegas, en favor de su amado periodismo de calle (valga la redundancia). Sólo que, para él, la calle y la rabiosa actualidad tenían el tamaño del orbe.

Escéptico, melancólico y afable, con la tierna proximidad de un oso de peluche, parecía muy ducho en autoconsolarse. “Me duele que lo trascendente sea cada vez más efímero, pero me consuela saber que, al mismo tiempo, lo efímero es cada vez más efímero”, me soltó aquella nublada mañana de enero de 1989. “¿Que qué es el periodismo? Muy sencillo: la denuncia de cualquier forma de abuso de poder. Por eso tiene que ser necesariamente reflexivo, porque la actualidad responde siempre a un contexto: no es coyuntura sino vigencia. Y esa concepción del periodismo es la que se está perdiendo”.

Lo entrevisté en su despacho de la Agencia Lid, en un edificio señorial de la madrileña calle Zurbano, y mitigó de este modo sus peripecias épicas por el mundo: “Sí, es la aldea global, pero no es más que una aldea”. Él mismo se consideraba ya entonces una especie en vías de extinción. La del periodista de guerra que dictaba sus crónicas por teléfono, cerca de las barricadas, sin permitir que la velocidad de la luz le obstaculizara las luces de su portentosa capacidad para contextualizar, a través de su enorme y variadísimo culturón. “Nos habituamos a hacer un roto con un descosido. Teníamos que ser igual de todo-terreno que el todo-terreno en que nos movíamos, y, sobre todo, la vida era inseparable de la profesión, en aquel periodismo ambulante. Hoy, todo eso ha sido desplazado por el corresponsal específico, que sirve noticias mucho más enlatadas. No me parece mal, pero me quedo con lo otro”, manifestaba.

Me sorprendió ver una cocinilla de gas, junto a barricadas de recortes de periódicos subrayados, en el despacho noble del director de una Agencia de noticias. Era un cuartel de campaña para aquel aldeano global trashumante, hasta que la enfermedad lo postró en una silla de ruedas y se refugió en una aldea real de La Alcarria.

Sonreía abierto y ladeado, a un tiempo, bonachón, pero existencialmente escaldado. Y es que, ya entonces, él mismo padecía la triple D -“divorciados. deprimidos y dipsómanos”- que atribuía a los miembros de “la tribu” de los periodistas de raza. Tal vez, no exactamente deprimido, pero sí con un considerable esplín, como si se sintiera desplazado mientras no volvía a desplazarse. Su dipsomanía era, más bien, de vino tabernario, acompañando a su adicción al mus (“Ya los jóvenes periodistas no soplan como soplábamos nosotros”, dijo). Y, separado de la periodista Rosa María Mateo, su pareja durante años, es célebre la anécdota; cuando, muchos años después de la ruptura, ésta le entrevistó en un programa de televisión, y le preguntó por su vida de periodista aventurero, en qué momento se produjo la experiencia más excitante y arriesgada, Leguineche atajó, en directo ante la cámara: “Cuando te conocí” ...

Tenía, ciertamente, un sentido del humor lapidario. Cuentan que, subido a un avión que parecía a punto de estrellarse, mientras todo el pasaje gritaba, se volvió impasible y sonriente a la azafata, y le dijo: "Señorita, no le importa y me da la extremaunción". También, una inusitada capacidad de conversación, al tiempo culta y amena, tanto más infrecuente cuanto venía acompañada de una generosidad que ni pedía ni esperaba nada a cambio. Pese a ser hipercrítico con las instituciones y con el envilecimiento del éxito ("en este oficio hay demasiada gente que adora al becerro de oro", decía), tenía una disposición proverbial para llevarse mejor que bien con los periodistas más dispares, al punto de cultivar la amistad de gentes del gremio que entre sí tenían la guerra declarada. Acaso, ese fue su mejor aprendizaje como reportero entre las barricadas.