HISTORIA

Por qué nos sigue fascinando la mítica Yugoslavia

Los periodistas Axel Torres y César Campoy trazan en sendos libros una apasionante aproximación a los Balcanes desde el fútbol y el cine, respectivamente

El jugador Predrag Danilović agita la bandera de Yugoslavia en el EuroBasket de 1997.

El jugador Predrag Danilović agita la bandera de Yugoslavia en el EuroBasket de 1997. / DUSAN VRANIC

La balcanofilia no remite. Es imparable. Se trata de esa fascinación por una amalgama de países, etnias y lenguas que, durante décadas, formó un estado aparentemente armónico, englobado en el bloque comunista pero con unas peculiaridades que le conferían rumbo autónomo, hasta que una serie de cruentas guerras la desmembraron en los 90. Un territorio de fronteras complejas, a veces diabólicamente difusas, que aún paga los estragos de todo aquello. Yugoslavia era una potencia deportiva y cultural a finales de los 80, que marcó a muchos de quienes entonces eran niños o adolescentes.

Hoy en día tenemos a Eslovenia, Croacia, Serbia, Macedonia del Norte, Montenegro, Bosnia-Herzegovina y Kosovo. Y nada queda ya de aquella bandera tricolor estrellada que representaba a una potencia mundial a la que envidiábamos por su puesto de privilegio en el medallero olímpico, cuyo Estrella Roja de Belgrado se proclamó campeón de Europa de fútbol en 1991 (último club del este en lograrlo, algo hoy impensable) o cuyo cine admirábamos gracias a las películas de Emir Kusturica, Goran Paskaljević o Dusan Makavejev, algunas ya gestadas como espejo del horror que cobraba forma. Bueno, algo sí queda. La huella. Un eco que se agranda. Quizá la nostalgia idealizada de un bonito espejismo, que se astilló al mismo tiempo que nuestra juventud.

“Todo cambió cuando yo era niño o adolescente, con un mapa que se transforma cuando lo estás estudiando: que haya un mundial de fútbol en el 1990, justo cuando empiezas a aficionarte, en el que Yugoslavia elimina a España, y cuatro años después esa selección ya no esté porque no puede jugar, es algo que te marca”, dice el periodista deportivo Axel Torres (Barcelona, 1983) a raíz de la publicación de Crónicas balcánicas (Contra, 2024), su cuarto libro, ilustrado con fotos de Eduardo Ferrer, en el que narra los cinco viajes que ha hecho en los últimos 10 años a Albania, Serbia y Kosovo, cuya selección fue aceptada para jugar en competiciones de UEFA y FIFA en 2016.

Partido entre las selecciones de España y Kosovo en 2021.

Partido entre las selecciones de España y Kosovo en 2021. / EFE

Él ha vivido de primera mano el despertar futbolístico de un estado prácticamente nuevo, en un periplo de profundas connotaciones históricas y culturales, que empezó a cosquillear su curiosidad hace tiempo: “Es una transformación que me interesa desde que visité por primera vez los Balcanes en 2005, cuando fui a Eslovenia, un país con menos peculiaridad balcánica, pero en el que ya escuchas esa ambivalencia muy curiosa que se da en muchas personas, que combinan un orgullo por la nueva nación independiente y al mismo tiempo una nostalgia por ese estado unido cuando se sentía una hermandad, antes de las guerras”. En su libro, el periodista admite esto sobre los Balcanes: “Los amo, los envidio y me apenan”. Todo al mismo tiempo.

Un club de fútbol amañado

El fútbol es para Axel Torres una extraordinaria herramienta para acercarnos a realidades que nos parecen complejas o lejanas, aunque esta no fuera en realidad tan distante. “Me alucina que aquellas guerras pasaran tan cerca nuestro, a algo más 50 kilómetros de Venecia, y mi libro usa el fútbol porque es mi puerta de entrada: a mi público más fiel lo capté por el mundo del fútbol, pero tengo tendencia a irme a lo sociopolítico”, admite. Sus crónicas balcánicas abordan, entre muchas otras cosas, la historia del Skënderbeu de Korçë, club dominador de la liga albana entre 2011 y 2018, que fue desposeído de uno de sus títulos por sus turbios amaños con las casas de apuestas (una de las lacras de aquel campeonato), y ese es curiosamente uno de los puntos que tiene en común con otro libro publicado casi al mismo tiempo, Una odisea balcánica.

Tras los pasos de La Mirada de Ulises (Báltica Editorial, 2024), del periodista cultural César Campoy (Valencia, 1973), en el que el deporte es una presencia tangencial porque lo que en realidad plasma es un viaje reciente siguiendo los pasos de la legendaria película La Mirada de Ulises (1995), del director griego Theo Angelopoulos, a través de Albania, Macedonia del Norte, Rumanía, Serbia y Bosnia-Herzegovina. Un trayecto de dos semanas, casi quijotesco, con el que Campoy culminó un sueño de varias décadas de incurable balcanofilia.

Inaguración de los Juegos Olímpicos de Sarajevo en 1984.

Inaguración de los Juegos Olímpicos de Sarajevo en 1984. / WIKIPEDIA

“A mucha gente que le gusta la historia le da por la primera o la segunda guerra mundial, o por la Egiptología, y a mí me dio por esto, y veo que es algo que a las nuevas generaciones les interesa”, comenta el periodista valenciano, quien confiesa que de adolescente estaba “fascinado por el régimen yugoslavo, el albano y el rumano, pero sobre todo por el yugoslavo, con Josip Broz Tito (1992-1980), presidente de 1953 a 1980, que era un señor que había sido partisano y acabó tomando copas con Kirk Douglas y Liz Taylor en una isla croata, formando valientemente parte de los países no alineados, y auspiciando unos desfiles, como el inaugural de los Juegos Olímpicos de invierno de Sarajevo 84, con esos trajes siderales, y luego con un cine maravilloso, surrealista y muy berlanguiano, que me entró a la primera, igual que su música: el punk llega casi al mismo tiempo que en Estados Unidos, estaban culturalmente a la vanguardia”.

Campoy cuenta en su libro cómo Theo Angelopulos sufrió la decepción de ver su película, ambientada en la guerra de Bosnia y protagonizada por un Harvey Keitel que sigue las huellas de los hermanos Manakis, pioneros del cine en la región, muy oscurecida por el impacto de un film coetáneo, la explosiva Underground (1995), de Emir Kusturica, también ambientada en pleno conflicto bélico, que se llevó la Palma de Oro en Cannes y aupó la música de Goran Bregovic al primer plano internacional. “Se lo tomó muy mal porque su obra maestra salió en VHS pero ahora no está en ninguna plataforma y ha quedado un poco maldita, mientras que Emir Kusturica era un punkarra casi recién llegado”, cuenta.

La patada del futbolista Zvonimir Boban

El cine era entonces una estupenda plataforma para tratar de entender cómo un estado en el que habían convivido tantas nacionalidades y etnias, uniformadas en pro de un bien común, se había convertido en un polvorín. Pero también lo era el deporte, desde luego. Especialmente el colectivo, el de equipos. ¿Cómo era posible que Yugoslavia, que siempre había destacado por sus selecciones de baloncesto, fútbol o balonmano, acabara precisamente hecha añicos por su incapacidad para solventar las diferencias de los pueblos que la componían? ¿No era paradójico? “Los deportes de equipo funcionaban por la educación, por el lema “unidad y fraternidad”, porque Tito fue el único que consiguió unir tantas etnias con rencillas históricas, con animadversión extrema entre serbios y croatas tras la segunda Guerra Mundial, por ejemplo, proclamando el esfuerzo del individuo en beneficio de la comunidad, y con una escuela de entrenadores muy estricta: Drazen Petrovic era un genio, pero tiraba a canasta tres horas antes y tres horas después de los partidos”, recuerda.

Axel Torres incide en que “el deporte era un motor de unidad”, y en que los yugoslavos “presumían de esa diversidad, creían que tantas lenguas, tantas etnias y religiones en un mismo país, era algo que les definía y les hacía mejores”. Explica que “tenían en común que eran eslavos, salvo los albaneses, algo que explica por qué Kosovo tiene un estatus distinto”, y que “donde antes había una selección, ahora hay siete, y Kosovo es la más reciente”.

Instante de la patada de Boban a la policía durante el partido entre Dinamo de Zagreb y Estrella Roja de Belgrado.

Instante de la patada de Boban a la policía durante el partido entre Dinamo de Zagreb y Estrella Roja de Belgrado. / ARCHIVO

El deporte, por su valor simbólico, era una argamasa que contribuía a mantener a todos esos pueblos unidos, pero en ocasiones también ha sido la plataforma desde la que se escenificaban sus principales diferencias. La patada que el futbolista Zvonimir Boban, jugando para el Dinamo de Zagreb, le propinó a un policía serbio en un enfrentamiento contra el Estrella Roja de Belgrado en 1990 fue vista por muchos como la espoleta que presagió el origen de la guerra. También las celebraciones de los goles de Granit Xhaka y Sherdan Shaqiri, sendos suizos de origen albanokosovar, cuando perforaban la portería serbia en el mundial de 2018 (juntando sus manos imitando la doble águila, emblema de la nación albana) son muestra inequívoca de su compromiso nacional, y surgían como respuesta a la reacción del serbio Stefan Mitrovic tras interceptar un dron con la bandera de la gran Albania que sobrevolaba el estadio del Partizan de Belgrado en un Serbia y Albania de 2014.

Un episodio que aparece detalladamente contado en el libro de Axel Torres y que ha tenido secuelas en la última década. Tanto Xhaka como Shaqiri representan a Suiza, igual que Adnan Januzaj a Bélgica, porque en su momento no pudieron escoger jugar con su país de origen, Kosovo, ya que su selección no estaba aún admitida en torneos oficiales. “El hecho de que tengan que tomar una decisión en un momento en el que ya son importantes en sus países de acogida dificultó que pudieran jugar con Kosovo, sobre todo Xaquiru y Xhaka”, explica Axel Torres.

Balcanofilia terapéutica

El libro de César Campoy fue escrito tras un parón profesional por una crisis de ansiedad. El de Axel Torres empezó a cobrar forma tras una crisis psicológica seria. De hecho, en sus páginas nos habla del TOC (trastorno obsesivo-compulsivo) que sufrió, una afección mental que puede interferir traumáticamente en nuestras vidas, y que también ha sido recientemente abordada en otro libro por un ex futbolista de la Real Sociedad, Zuhaitz Gurrutxaga (Subcampeón, editado por Libros del KO en 2023). Así que es inevitable proyectar en sus viajes a los Balcanes el anhelo por una mejora, la búsqueda de cierta paz mental, al menos de una transformación personal que quizá contribuya, como todos los buenos viajes que emprendemos en nuestra vida, a hacernos mejores personas.

Campoy considera a Bosnia-Herzegovina como su "segunda casa" y no puede compartir esa visión algo estereotipada de los años 90 como un periodo de bonanza económica y estabilidad política internacional, como ese extraño y apacible lapso entre la caída del Muro de Berlín y la de las Torres Gemelas (al estilo del fin de la historia pronosticado por Fukuyama), ya que recuerda aquella década “como algo caótico en los Balcanes, con unas consecuencias que algunos de estos países aún están pagando más de 30 años después: es como si España en 1969 hubiera seguido sumida en el caos, y es que de 1991 al 1999 se suceden las guerras, es una década entera que marca a varias generaciones, y de hecho Bosnia-Herzgovina sigue siendo un estado fallido”.

Manifestación en Pristina contra los abusos de la policia serbia en Kosovo.

Manifestación en Pristina contra los abusos de la policia serbia en Kosovo. / ANJA NIEDRINGHAUS

Axel Torres también admite que hay un lógico crecimiento personal porque su libro desmenuza cinco viajes en 10 años y medio, una forma de “conocer otras realidades”, y “se nota por el paso del tiempo: contarlo así es un ejercicio de honestidad con el lector”. Asume en las páginas de Crónicas balcánicas (2024) que casi siempre que conoce a alguien en uno de estos viajes, se pregunta internamente si alguna vez lo volverá a ver. El periodista kosovar Vullnet Krasniqi, siempre crítico con el poder, atacado en más de una ocasión solo por hacer su trabajo (la última fue físicamente, a manos de un manifestante que protestaba contra el Dokufest, festival de cine documental en la localidad de Prizren, en Kosovo), queda prácticamente al margen de esa incógnita, porque es seguramente la amistad más firme de entre todas las que ha cultivado a lo largo de sus estancias en los Balcanes: “Es el personaje más rico en todo, si hubiese tenido que inventarlo en una novela, no lo hubiera hecho tan bien, y además coincido con él en muchos aspectos y siento admiración por su valentía, por cosas que yo no tengo y él sí, por cómo el hecho de ir a contra corriente le hace más fuerte”.