ADIÓS A UNA FIGURA ICÓNICA

Françoise Hardy, la distinguida voz melancólica del pop francés

La cantante y compositora, autora del éxito sesentero ‘Tous les garçons et les filles’ y de una sustanciosa discografía que se expande a lo largo de seis décadas, fallece a los 80 años tras una larga y tortuosa convivencia con un cáncer de faringe y sistema linfático que la había llevado a solicitar al presidente Macron el derecho a la eutanasia

Françoise Hardy, en Nueva York en 1965.

Françoise Hardy, en Nueva York en 1965. / DISQUES VOGUE / AFP

Las súplicas que llevaba unos años deslizando, la última el pasado diciembre a la revista Paris Match (cuando expresó su deseo de “marchar lo más pronto y rápidamente posible”), pudieron por fin silenciarse y Françoise Hardy dejó atrás su calvario este martes tras sufrir un largo cáncer de faringe y del sistema linfático, que la había llevado a pedir al presidente Macron el reconocimiento del derecho a la eutanasia. Pero hay que recordar a Françoise Hardy como una creadora despierta, exigente y constante, que siguió entregando hermosos álbumes hasta no hace mucho (el último, Personne d’autre, salió en 2018), casi siempre bajo el signo de la melodía envolvente y el eco de la melancolía.

La canción que la dio a conocer, Tous les garçons et les filles, composición propia que publicó en 1962, a los 18 años, parecía prefigurar un destino: la lánguida tonada pop en la que veía a su alrededor cómo los “chicos y chicas” de su edad se emparejaban mientras ella andaba “sola por las calles, alma en pena”. La pieza convirtió en estrella a una Hardy que arrastraba vivencias poco efervescentes, que hablaba de su nacimiento (en medio de una alerta de ataque aéreo de los nazis, en París, el 17 de enero de 1944), como un episodio constitutivo de cierta ansiedad que desarrollaría en el futuro. Crecida con su madre y su hermana menor, con un padre ausente, en condiciones humildes, siempre recordaría su árido paso por el colegio de monjas, escenas de humillación por su condición social y el pánico que sentía cada vez que debía salir a la pizarra, preludio de su aversión a los escenarios.

Proyección continental

Pero Hardy encontró el modo de expresar en las canciones unas zozobras íntimas que contrastarían con los brillos de su pronta exposición como icono del incipiente fenómeno ‘yé-yé’. En una primera etapa, dejándose llevar por los adultos, que la mandaron a Eurovisión en 1963 representando a Mónaco (quedó quinta) y alimentando un aura de chica bonita y triste con canciones propias y ajenas que parecían hechas para ella, como Le premier bonheur du jour o Mon amie la rose. Y, ya en 1968, Comment te dire adieu, la pieza estadounidense a la que Serge Gainsbourg puso su impronta lírica. Grabó en Londres con cómplices como un joven arreglista llamado John Paul Jones (poco antes de la creación de Led Zeppelin) y cantó en inglés, alemán, italiano y español, proyectándose a escala europea.

Tiempo de la Françoise Hardy aupada al star system de la generación Salut les copains, aunque ella se veía poca cosa en comparación con divas como su amiga Sylvie Vartan. Su tándem sentimental con Jacques Dutronc representó la quintaesencia chic, aunque puertas adentro fue tumultuoso, dadas las incorregibles infidelidades y ausencias del autor de Les playboys. Pero, muy fotogénica ella, devino icono de la moda, luciendo modelos como el esmoquin de Yves Saint Laurent o el vestido mini, de piezas de metal (38 kilos), de Paco Rabanne. Pero todo esto fue quedando atrás, también las actuaciones en directo, que le causaban angustia (finiquitadas tras su paso por el londinense Savoy Theatre, en 1968).

Los mejores años, los peores años

Vino a partir de ahí la Françoise Hardy de mayor grosor artístico, creadora de álbumes concienzudos, aunque el éxito comercial no siempre le acompañara. Estatus de culto ostentan hoy Soleil (1970), el filo-brasileño La question (1971) y el más orientado al rock Et si je m’en vais avant toi (1972). Y el desigual, pero encabezado por un clásico, Message personnel (1973), y el muy revelador Entr’acte (1974), todo él basado en la aventura de una noche entre un desconocido y una chica abandonada por su pareja, de la que quiere vengarse. Diáfano dardo hacia Dutronc, el amor de su vida y causante de sus más profundos tormentos, con quien en 1973 había alumbrado a su único hijo, Thomas (futuro cantautor pop-folk-manouche), y con quien se acabaría casando en 1981.

Nunca dejó Hardy de grabar álbumes, siempre con colaboradores cambiantes y enfoques sonoros renovados, mientras desarrollaba otros intereses, como la astrología. En los 90, Le danger destacó con su tacto rock-electrónico, al tiempo que el interés por su figura se expandía: colaboraciones con Iggy Pop, Malcolm McLaren, Brian Molko (Placebo), Étienne Daho o Air (y, en 2006, con Julio Iglesias, cuyo timbre de voz adoraba).

Su muy sustancioso libro de memorias, traducido al castellano por Felipe Cabrerizo (La desesperación de los simios… y otras bagatelas, de Expediciones Polares, 2017), puso en negro sobre blanco sus cavilaciones íntimas, angustias crónicas y alguna que otra cavilación política: Hardy criticaba que hoy se hablara más de derechos que de deberes y practicaba cierto revisionismo sobre el mayo del 68, que a su juicio no transformó la sociedad francesa, sino que fue posible porque esa sociedad ya se había transformado previamente. Su 80º aniversario la pilló en sus peores días y noches, y su deceso, anunciado por su hijo Thomas en Instagram (‘maman est partie’), invita a pensar, aun con el corazón encogido, en un merecido descanso.