CRÓNICA DE CONCIERTO

Olivia Rodrigo y la revuelta de la lentejuela púrpura

La joven artista norteamericana convence con un show directo, expeditivo, diverso y con preeminencia de las guitarras eléctricas en un Wizink Center a reventar

La cantante Olivia Rodrigo durnate su actuación este jueves en el WiZink Center de Madrid.

La cantante Olivia Rodrigo durnate su actuación este jueves en el WiZink Center de Madrid. / Ricardo Rubio - Europa Press

Me gusta, por si hace falta explicarlo – quizá no debería porque este es un texto firmado y como tal expresa la opinión personal de quien lo rubrica, y para eso da igual que estemos en 2024 que en 2002, pero nunca se sabe – la Olivia Rodrigo bullanguera y guitarrera. La que nos remite a una revisión noventera de La revancha de los novatos, la que da voz a quienes nunca fueron populares en el insti, la que nos recuerda a Avril Lavigne, The Offspring, Weezer, No Doubt, el skate punk en plan MTV y todas esas cosas de cuando ya uno no sabía dónde terminaba la llamada galaxia alternativa y comenzaba lo mainstream, y además ya daba un poco igual.

Quizá suene a observación de crítico cebolleta, pero esa fue la Olivia que comenzó y terminó su expeditivo set del WiZink anoche, en su primer concierto madrileño y segundo (de siempre) en España, tras el que celebró dos días antes en Barcelona. No dio motivos para dudar a nadie, en una de las noches con mejor sonido que uno recuerda en este recinto. Quizá a mí no me cambie la vida, pero puede que sí lo haga a las 17.000 personas que acudieron a su llamada, diría que el ochenta por ciento mujeres.

Algo debe tener la factoría Disney para que sus jóvenes talentos se desmanden. Rodrigo no es Miley Cyrus – ni falta que le hace – pero es bastante menos Disney que la propia Taylor Swift desde el preciso instante en el que su rostro exhibe una sonrisa guasona, entre sorprendida y maliciosa, desde la gran pantalla que respalda su escenario. Es imposible no proyectar la comparación cuando apenas han pasado tres semanas del huracán swiftie y canciones como love is embarrasing, abordada en el ecuador de sus casi dos horas de concierto, comparten un acabado tan indistinguible, aunque lo cierto es que las similitudes acaban ahí: su asombro al ver el recinto a reventar no es igual que el de la de Pensilvania al contemplar el Bernabéu, tiene algo de la inconsciencia de la primerísima juventud, ese punto de no saber hasta qué extremo arañas un logro increíble porque aún no has tenido vida como para encajarlo en su plena dimensión, como esos prodigios del fútbol que con dieciséis o diecisiete años encaran y desbordan a defensores experimentadísimos porque no han tenido tiempo de saber que era imposible.

Con ella, que tiene 21, también hay momentos en los que el griterío del público se impone a lo que discurre en escena, pero todo es más escueto – dentro de lo que cabe en un bolo de estas dimensiones – y queda más a mano, todo se resuelve con un trazo más minimalista y menos apabullante, desde lo visual a lo meramente sonoro: una banda de siete músicos (guitarra, bajo, batería, teclados) y un cuerpo de ocho bailarinas que entran y salen, todas ellas – las quince – mujeres. Sin exceso de pirotecnia ni pulseritas luminosas, más allá de algún puntual mar de luciérnagas merced a las linternas de los móviles, los que iluminaron con singular potencia el baladón making the bed.

No tardó mucho en despachar la notable vampire, el corte más celebrado de su segundo disco, GUTS (2023), dotado de una hiperexpresividad que particularmente me recuerda la teatralidad de Queen y otros especímenes de los años setenta (y eso me chirría un poco), aunque hay que reconocerle su puntería a la hora de plasmar la toxicidad de pareja, uno de los hilos argumentales de una discografía a la que saca extraordinario partido (solo dos álbumes) en directo. Un directo que, simplificando, dividió en cinco tramos, y que me perdonen las y los livies si me olvido de alguno: la fulgurante puesta en escena inicial, la fase del piano, el momento luna, el interludio a solas con su guitarrista y la traca final. Jarana e intimismo. Fiesta y confesión.

Al principio, tras el resultón pase de su telonera, la californiana Remi Wolf (saludo en castellano, imagen nada trendy, sin apego por el puñetero canon normativo de belleza, sonido a medias funk, formación básica de tres músicos y una versión de Valerie de Amy Winehouse que, celebrada por 17.000 personas, supo a pura gloria), fue dejando caer bad idea right?, traitor o drivers license, algunas de sus canciones más directas. Cuando se sentó ante el piano nos explicó lo mucho que ha crecido personalmente desde el día que cumplió los 19 al son de teenage dream: las inseguridades y las zozobras del paso a la vida adulta – otros de los ejes de su discurso es ese momento en que adolescencia y juventud se funden – expuestos en el tramo que menos me convenció, seguramente porque me sigue chocando que algunas de estas canciones tengan tanto en común con eso que alguien en los setenta del siglo pasado definió como AOR (Adult Oriented Rock) y ahora sea santo y seña para tantos chavales y chavalas. Quizá todo sea más cíclico de lo que pensamos y no hayamos cambiado tanto.

Olivia Rodrigo, encaramada a su luna en el WiZink.

Olivia Rodrigo, encaramada a su luna en el WiZink. / Carlos Pérez de Ziriza

Se columpió luego sobre una luna que colgaba del techo, con la que recorrió el recinto y acortó la distancia que la separaba de sus fans menos pudientes (la gran mayoría) mientras entonaba logical y una enough for you que en su intimismo me recordó a Feist. Su bajista puso a todo el mundo a entonar el lololo clásico del Seven Nation Army de los White Stripes cuando fue presentada, y en cierto modo fue un preludio de lo que pasaría en la insinuante jealousy, jealousy, con esa línea de bajo que es puro Breeders. Justo antes se había paseado por la pasarela, había recogido algunos gadgets de sus fans y se había complacido al ver que uno de ellos – ¿quizá el único chico de la zona acotada ante el escenario? – lucía una camiseta con su frase “Cause i miss the way he kisses and the way he grabs my ass” (me chivaron que es un influencer, quiero pensar que no estaba preparado), antes de confesar que se moría por una buena paella y animarnos a todos a abrazarnos a nuestra mejor amiga. Huelga decir que yo no tuve con quien hacerlo. Mi hija, en la pista, sí.

happier y favorite crime enlucieron el ratito en modo intimista, solo ella y su guitarrista (perdón por la rima chusca, salió así y así se queda). Y a partir de ahí el desparrame final, el tramo más divertido y efervescente, al menos para mí. Con una brutal alborozadamente patillera, una obsessed enardecida por las llamas que amenazaban con salirse de la pantalla (y ella luciendo una banda en la que ponía “obsesionada”, su única concesión al castellano), la lavignera all american bitch y un bis con el hitazo good 4 you y la radiante get him back!, con esa melodía que podían haber formado Shampoo o The Ting Tings. ¿Es rock? Si tiene guitarras, supura electricidad e irradia descaro, debe serlo. ¿O no? ¿Es para todos los públicos? Sin duda. Y qué bien que así sea.