OBITUARIO

Rosa Regàs, libre hasta en su muerte

Ayer tarde, sobre las 19.00 horas, en presencia de todos sus hijos, la escritora dejó de existir

Muere la escritora Rosa Regàs a los 90 años

Muere la escritora Rosa Regàs a los 90 años / JOAN CORTADELLAS

Habíamos quedado a las 12 de la mañana de ayer (o anteayer ya) martes 16 de julio, en su casa o el orgullo de su vida, Llofríu, Alt Empordà, Girona. Iba a entrevistarla, una vez más, por sus magníficas memorias de mujer, madre, hija, abuela, escritora premiada y gran editora, musa de los mejores tiempos disruptivos de Barcelona (Un legado. La aventura de vivir. Editorial Navona). Me disponía a salir de casa y me llega un mensaje de su hijo pequeño, Loris: “Hemos de suspender la entrevista, pues ha dormido fatal y con los calmantes que ha tomado no está presente (no hi es)”. La entrevista la habíamos acordado con dificultad, todo dependía de cómo se encontrara y Loris estaría en todo momento para ayudarme. Cuando recibí la noticia, sólo pensé: la semana que viene se encontrará mejorseguro. ¡Qué ganas tenía de volver a verla, y recordar!

Pero no, Rosa Regás no deseaba vivir más: no era un justo para una mujer de tanta lucidez, fuerza y libertad, morir en vida. Lo cuenta en esas memorias que escribió con la inestimable ayuda de la periodista Lídia Penelo. Así que ahora que recibo la noticia, echada ya la noche en este litoral catalán, me apeno y me alegro: decidió hasta su propia muerte. Loris llama, atento en grado sumo, para contar que, por orden, sentía que el trabajo preparado no tuviera sus frutos (vaya menudencia) y que estaban todos tranquilos. La Regás fue buena hasta en su forma de dejarnos: en su mes de julio, que era cuando por tradición recibía a sus nietos sin sus hijos (Rosa María Sardá la encarnó en aquella serie sobre los veranos en Llofríu, basada en una novela de la escritora, Diario de una abuela de verano), para quererlos, para enseñarles el valor de ser libres y pensar por uno mismo, para educarlos en la lectura (era de las pocas cosas a las que obligaba, ella, a la que todo le fue obligado hasta que un día decidió que necesitaba existir: tenía ya veintitantos años y cinco hijos).

Julio y una decisión: las memorias arrancan con estas frases esenciales: “La muerte no me da miedo, lo que me asusta es el dolor. Perder la cabeza, eso sí que me atemoriza. Pero como no hay nada más que yo pueda hacer para evitar algo así (…) procuro asustarme lo menos posible”. Vaya si pudo, decidir, y dejar a todos sus seres tranquilos, ahorrarles la angustia que aqueja a los que se quedan. Hasta aquí había llegado. Si Rosa Regás no podía reunirse con sus cercanos pensadores, si no podía ya dar una entrevista sosegada y al tiempo combativa, si no podía ser ejemplo para sus adorados nietos, a Rosa Regás no le merecía la pena seguir. Ayer tarde, sobre las 19.00 horas, en presencia de todos sus hijos, dejó de existir. Y lo hizo en el lugar que fue el orgullo primero de su prolija vida y profesión: la casa que logró reconstruir en el lugar ampurdanés de Llofríu, donde fue capaz de reunir la familia que tanto le faltó de niña.

Barcelona, 11 de noviembre de 1933. Venía al mundo la niña Rosa hermana de otros tres, hija de una madre y un padre republicanos y libre pensadores que, nada más estallar la guerra, se exiliaron en Francia. Allí creció y recibió su primera educación, de manos del célebre pedagogo Célestin Freinet, y a Francia fue siempre tan debida que en un tris estuvo de pedir la nacionalización: harta de nacionalismos pueblerinos, tan amplia de miras como era. La regresaron a Barcelona a los 6 años, pero sus padres ya se había separado y su tan católico y mandamás abuelo, atribuido de la patria potestad, las ingresó a ella y a su adorada hermana Giorgina, en un internado católico de Barcelona; de por vida: no salieron de allí hasta los 17 años con compromiso de matrimonio por medio (¡soltera, casada, viuda o monja!, rezaba la canción de la comba).

Casada con un señor de bien y religioso a ultranzaempezó a tener hijo tras hijo, los últimos, mellizos, hasta cinco hijos tuvo. Parece una historia más de tantas del franquismo, pero no: el germen de la libertad había prendido en ella de manera inalienable. Cuenta en sus memorias que durante el internado se dejaba fascinar por las liturgias, y no es para menos, trufada está la historia del poder hipnótico de las liturgias religiosas del signo que sean. Pero terminado aquello, o sea el bachillerato, la maternidad, la nutrición, la mente de Regás perdió el encantamiento. Quiso ser estudiante. Y lo fue, de Filosofía y Letras, que era lo que entonces había. Se separó de su marido, el fotógrafo Eduard Omedes, un buen hombre con quien siguió compartiendo habitación e incluso, años más tarde, festejó su independencia habitacional. Y cuenta con humor que a la hora de identificarse la policía del Régimen no le permitía poner en su documento “estudiante”, lo que era, sino “sus labores”: a ver, señora, ¿está usted casada y tiene hijos? Sí. Pues ponga ahí “sus labores”.

Salió de aquello cum laude, como correspondía a su altísima altura intelectual, y montó una editorial, después de aprender el oficio con su idolatrado Carlos Barral: era Barcelona por entonces (se esfuerza en seguir siéndolo) la capital de las letras al sur de los Pirineos. La Gaya Ciencia fue pionera en materia de pensamiento y también, en literatura infantil: qué sabia era la Regás. En Un legado no esquiva sino todo lo contrario el asunto que le llevó a la ruina editorial pese a su buen hacer, y culpa de ello con letras capitulares y apellidos a Esther Tusquets, Beatriz de Moura y Jorge Herralde principalmente. Un acuerdo no escrito o mal regulado con la distribuidora que estos manejaban (cosas muy de la época), le llevo a sumar una deuda millonaria, que saldó, a fuerza de trabajo e imaginación, pero la expulsó del oficio y de Barcelona.

Entre tanto o por aquel entonces, su hermano Oriol se había convertido en el rey de la movida predecesora de la movida con nombre: Bocaccio, la discoteca que reunía, con el placet o el disimulo del Régimen, a toda la avant garde catalana. Allí Rosa fue una musa, “musas éramos sólo las que trabajábamos –escribe en sus memorias”. Las otras serían floreros, es de entender. Cuenta que en una noche de copas con el arquitecto Oriol Bohigas nació el proyecto que más satisfacciones le procuró en su vida, la revista de Arquiterctura Bis, que tiró más de cincuenta números bajo la censura. Debió de ser por entonces que adquirió la coletilla de Rosa Regás qué buena estás. Porque la activista cultural en la que se había convertido, además de buena, estaba buena (dicen las lenguas masculinas).

Sí, era guapa la Regás, por fuera pero sobre todo por dentro. Exiliada de Barcelona fue traductora durante unos 15 años para la ONU, con sede en Ginebra y periplos estacionales en Nueva York, Nairobi, Washington y París. Mientras hacía sus incursiones en Madrid, donde ya en 1994 fue directora del Ateneo Americano de la Casa de América y a continuación, directora de la Biblioteca Nacional de España.

Entretanto, Rosa Regás se había atrevido a escribir y publicar. Todo empezó con un encargo, en 1987, para una colección de Destino sobre la historia de las ciudades. Ginebra, ciudad en la que por entonces vivía. Debió aquello de desempolvarle el vértigo que sufre el editor antes sus autores, porque enseguida veía la luz su primera novela Memoria de Almantor. Una carrera que no ya no tendría cortapisas: en el 94 gana el Nadal con AzulY es ahí donde la conozco, y disculpen la interrupción, pero éramos dos exiliadas en el foro capitalino. Enseguida prendió la complicidad: conservo de aquel primer encuentro en su casa del barrio de Chamberí la figura de un elefantito esculpido en hierro que todavía hoy marca con su trompa el destino de mi desdicha o felicidad. Gracias Rosa.

En el 2001 se alza (como dicen los de la profesión) con el Premio Planeta por La canción de Dorotea. Aún recuerdo el susurro de sus páginas… y la entrevista. Y aquellas cenas que organizaba Juan Cruz en el Paradís de Marqués de Cubas, que ella replicó en los jardines de la Casa de América, reuniendo a una pléyade de literatos que ya, ya me gustaría regresaran del otro mundo. Ese otro mundo en el que Regás no creía pero tampoco le asustaba: la nada, o la gloria vivida. Adiós Rosa