MOMENTOS FESTIVALEROS QUE CAMBIARON LA MÚSICA (II)

El día que Jimi Hendrix quemó su guitarra en Monterey y abrió la puerta al sacrificio de instrumentos en los conciertos

Desde entonces, destrozar aquello que se esté tocando, guitarras fundamentalmente, se convirtió en una práctica habitual como ofrenda y ritual nihilista del rock

El guitarrista y compositor Jimi Hendrix quemando su guitarra en el Festival de Monterey en 1967 en una imagen del documental 'Monterey Pop' de D.A. Pennebaker.

El guitarrista y compositor Jimi Hendrix quemando su guitarra en el Festival de Monterey en 1967 en una imagen del documental 'Monterey Pop' de D.A. Pennebaker. / EPE

A lo sagrado mediante el destrozo. Reventar a golpes una guitarra, un piano, un ampli o una batería son rituales escénicos que tenemos plenamente asumidos como parte de la liturgia del rock. No es lo común, pero los vemos con cierta frecuencia. También quemarlos, aunque en bastante menor medida. No es tan habitual: los riesgos son mayores, y quién sabe la que se podría montar si hoy en día a alguien se le ocurre prenderle fuego a su instrumento sobre un escenario. Se dice que es un sacrificio que en realidad lo que pretende es homenajear al instrumento, aunque –obviamente– no esté el alcance de todos los bolsillos. Una suerte de ofrenda a los dioses de la música pop y rock, si es que los hay, que siempre fue más prolífica en aquellos géneros que, como el punk, hacían del nihilismo y de la autodestrucción parte de su razón de ser.

La última vez que un servidor vio algo parecido fue hace más de treinta años, un 17 de noviembre de 1994 en el Arena Auditorium de Valencia: Richey “Manic” Edwards, bajista de los Manic Street Preachers, la emprendía a golpes con su instrumento contra uno de los amplis hasta destrozarlo, ante el estupor del público. Fue uno de sus últimos bolos: dos meses después se le dio por desaparecido. Solo se encontró su coche, abandonado. Su cuerpo nunca fue hallado y se le dio oficialmente por muerto en 2008.

La historia de los grandes festivales de verano, aquellos que generaban momentos irrepetibles antes de convertirse en una enorme industria que clona carteles en serie y apenas reserva hueco para la sorpresa, tiene en la imagen de Jimi Hendrix, arrodillado ante su guitarra ardiendo en Monterey (California, EE.UU.), una de sus grandes imágenes. Fue el 18 de junio de 1967. Ed Caraeff, un jovencísimo fotógrafo que apenas tenía entonces 17 años y estaba muy cerca del escenario, inmortalizó el momento. Sintió el calor a unos palmos. Su foto, que fue portada de Rolling Stone, es una de las más icónicas de la historia del rock. La pira sacrificial de Hendrix también fue registrada por la cámara de D.A. Pennebaker en su documental Monterey Pop (1968).

Pero en realidad no fue aquella la primera vez que el genio de la guitarra escanciaba un líquido inflamable a su instrumento para hacerlo arder: ya lo había hecho unos meses antes, el 31 de marzo de aquel 1967, en el Astoria londinense. Contrariamente a lo que se dice en algunos foros, no lo hizo en Woodstock en 1969, pese a contar con el doble de público que en Monterey. En 1967 era todavía una estrella en ciernes. En 1969 ya era un mito. Se nos fue en 1970, convirtiendo su inconclusa carrera en un reguero de incógnitas acerca de cuál podría haber sido su evolución. La sombra de su obra fue más que palpable en Prince, Lenny Kravitz, Living Colour, Peter Frampton o Funkadelic, entre mil músicos más que llegan hasta nuestros días.

El precursor de todo esto había sido Jerry Lee Lewis, quien en 1958 le había pegado fuego a su piano al final de un concierto tras el disgusto que le supuso saber que Chuck Berry era el cabeza de cartel de la noche en la que actuaba, y no él. La frase que le escupió cuando sus caminos se cruzaban, “¡Supera eso, negro!”, es parte de la leyenda del género, y ni él ni el resto de músicos que formaban parte de aquel cartel (Buddy Holly, el propio Chuck Berry) están vivos para volver a dar fe de ello. Quién sabe hasta qué punto la idea de Jimi Hendrix de incendiar su propia guitarra fue en cierto modo también una reacción a aquella bravata del killer del piano, quien además se había negado a darle la mano a Hendrix la única vez en que coincidieron de gira, unos años antes. Lo único que dijo Hendrix en su momento es que lo de Monterey lo había hecho como un sacrificio: “Sacrificas las cosas que amas, y yo amo a mi guitarra”, argumentó.

El genio de ese instrumento había formado parte del cartel de Monterey’ 67 por recomendación de Paul McCartney, quien siempre le consideró su guitarrista favorito, al menos desde que le descubrió a principios de aquel 1967 en un poco concurrido bolo en la sala Bag O’ Nails de Londres. A los pocos días el rumor de su espectacular prestancia en directo había corrido como la pólvora: Eric Clapton, Eric Burdon o Pete Townshend comenzaron a frecuentar sus actuaciones. Junto a su material propio, canciones como Foxy Lady, Can You See Me o Purple Haze, la Jimi Hendrix Experience abordó también sobre el escenario de Monterey versiones de Bob Dylan (Like a Rolling Stone), B.B. King (Rock Me Baby) o Chip Taylor (Wild Thing).

En esencia, Hendrix no hizo más que sumarse, de un modo más espectacular y sofisticado, a la ceremonia de destrucción que The Who ya habían puesto en práctica en el mismo festival de Monterey de 1967, con Pete Townshend reventando su guitarra sobre los amplis. Desde entonces, el listado de músicos que la han emprendido a golpes con su instrumental hasta destrozarlo, ya sean guitarras, bajos o baterías, es amplio: Ritchie Blackmore, Paul Simonon, Kurt Cobain, Nine Inch Nails, Muse y muchísimos más. Un ritual de lo habitual. En cualquier caso, pocos son los que se han atrevido, como Hendrix, a carbonizar su guitarra.