Opinión | ESPEJO DE PAPEL

Matar a un ruiseñor

Nunca entenderé por qué los hombres se matan y nunca sabré describir lo que mi corazón siente ante el sonido de las matanzas

Una columna de humo causada por un bombardeo de Israel sobre una zona urbana de Gaza.

Una columna de humo causada por un bombardeo de Israel sobre una zona urbana de Gaza. / EFE

Este miércoles, víspera de la Fiesta Nacional de España, fui a cortarme el pelo en una barbería de siempre en el barrio madrileño de Chamberí, donde se estaba rasurando igual un irlandés asustado.

Este hombre, que hablaba español como los diplomáticos, escuchaba en medio de los tintineos del barbero la insistente presencia de unas balas que corrían a un lado y al otro de los oídos como obuses de viejas películas. Finalmente el hombre se levantó con su mandil de cliente, se acercó lívido a la puerta, inspeccionó el horizonte de donde venía aquel ruido de misiles, y volvió aliviado adonde yo estaba esperando.

"Están rodando una película". Hace muchos años un tiroteo así hubo en Barcelona, cuando unos bandidos intentaron robar la sucursal catalana del Banco Central. Y justamente en Madrid es donde Netflix, la famosa productora, ha querido situar una crónica filmada de aquel momento que tuvo en vilo a toda España, empezando por sus banqueros.

A veces se oyen disparos, en España, en cualquier parte, y vienen de esas casualidades del cine, aunque a veces las noticias traen también referencias de disparos reales que alimentan la mala salud social de los países, porque muchos tienen que ver con asesinatos de mujeres o con atracos de poca monta, o con asesinatos cuyas culpas tienen las más variadas procedencias.

El nuestro es un mundo que tiende a ser ruin y malvado. España, como cualquier sitio del mundo, tienen su lista de penas del pasado, grandes penas provenientes de grandes guerras, o de guerras pequeñas, que sobresaltaron a nuestros antepasados o que aún resuenan en ciudadanos que vivieron esos episodios o que los viven aún, la tristeza nunca para de sonar en la conciencia.

Yo tenía un maestro en Tenerife, Domingo Pérez Minik, que vivió cárcel en los primeros tiempos de la guerra organizada por Franco. Durante años, don Domingo tuvo en un altillo de su casa, escondida, una pistola que le aconsejaron que tuviera por si los matones volvían a por él. El miedo a que el plomo le viniera otra vez de visita lo llevó a aceptar ese artefacto en casa.

Cada vez que lo iba a ver yo mirada al techo, con miedo, porque veía ese altillo cerrado como si dentro estuviera la amargura de la realidad acechando.

El mundo entero está lleno de experiencias así. Un día de esta larga posguerra que es la vida fui a ver a un amigo en Suiza, donde sólo hay guerra de relojes. Todo estaba allí tan ordenado, tan limpio, mientras que en España (era en los años 70) seguían limpiando mosquetones del ejército de la dictadura.

Pensé que aquella era la paz, sin armas, un país de la paz y los relojes. Hasta que el amigo suizo me hizo entrar a una sala que tenía a oscuras. Prendió la luz y allí había un mosquetón inmenso que me hizo gritar como si el arma imponente se fuera a activar sola. Él me tranquilizó cuando se dio cuenta de que yo estaba a punto de ser presa de un pánico que sólo puede sentir, ante un arma, alguien que ni hizo el cuartel.

En el cuartel, por cierto, estuve dieciséis días. Fui expulsado por asmático, y entonces, como la guerra podía ser cotidiana, ya que el ejército era el sitio de mando de la nación española, me dijeron que no podía ejercer ningún oficio, ni en España ni en el extranjero, si no terminaba el servicio militar. Me quedé en el limbo, hasta que alguien me advirtió: "Te engañan". Salí de allí sin haber tocado ni un arma.

Estos días vuelven las armas a sonar en el mundo, no han cesado. Los telediarios y los periódicos, las radios, cualquier instrumento de comunicación, incluido X, esa incógnita, repican lo que las armas cuentan en Israel y en Gaza. Es enorme el miedo que generan. El fuego real destroza edificios, mata personas, éstas están vivas y en seguida ya son parte del polvo de los edificios. Seres humanos que son como usted y como yo son los que mandan matar, y lo dicen, en los diferentes idiomas del conflicto, con la facundia de tener, en ambos lados, la razón que les asiste: la razón de la fuerza. De la fuerza del rencor.

El fuego real destroza edificios, mata personas; están vivas y, en seguida, ya son parte del polvo de los edificios

El maestro Albert Camus tiene esa frase que tengo grabada a fuego en mi memoria: "El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento". Él ejerció esa frase, la vivió bajo guerras diferentes, la que tuvo lugar en su país, Argelia, y la otra guerra, la Guerra Mundial, que se mantuvo en Francia y en tantos países mientras Hitler estuvo en pie.

No sentir rencor, o resentimiento, en esas situaciones, es muy difícil, podría ser imposible. Y es, por lo que se ve, imposible en todas partes, sobre todo en este país de las guerras que es Oriente Medio, donde un país, Israel, y un país, Palestina, con todos los apodos que queramos ponerles, están preparados para que nunca estalle la paz. Sólo estallan el mosquetón, la bomba.

Esos edificios que caen sin remedio, ese llanto que dejan atrás los silbidos del desastre son las únicas palabras que quedan en esas fronteras de la miseria y del horror. El ruido es el símbolo mayor de esta tragedia. La pistola, la pólvora, la muerte. Las distintas formas de vestir los materiales de la muerte.

Un israelí-argentino, Daniel Barenboim, que trata de ponerle música al encuentro Israel-Palestina, ha dicho estos días, contra el fracaso que supone la guerra, que lo que ha hecho Hamás es “un crimen atroz”, y dijo también que lo que hace Israel para impedir que respire la Franja de Gaza es “violación de los derechos humanos”.

Sobre esas frases sonó también esta del propio Barenboim: “La magnitud de esta tragedia humana no sólo se traduce en vidas perdidas, sino también en rehenes tomados, hogares destruidos y comunidades devastadas”. Añadió el maestro, atrayendo a su juicio a un ilustre amigo palestino: "Edward Said y yo siempre creímos que el único camino hacia la paz entre Israel y Palestina es un camino basado en el humanismo, la justicia, la igualdad y el fin de la ocupación. No en la acción militar".

Hace años, en 2016, viajé con Mario Vargas Llosa a los territorios ocupados por Israel, y visitamos también el propio Israel. Recuerdo de ese viaje la gentileza de unos soldados veteranos israelíes (Breaking the Silence) que ahora formaban parte de un ejército de paz. Nos llevaron a muchas zonas en las que la paz era una utopía que se guardaba con cañones, y todo, hasta las puertas que se les negaban a los que venían de los territorios ocupados a trabajar en la metrópolis israelí, sonaba como material militar recién comprado.

El horror de aquel ruido venía del sonido de las guerras que uno tenía en su memoria, aunque no las hubiera vivido. Pero estaban en el aire de aquella tierra, de aquellos países, prestos siempre a saltar el uno contra el otro.

Hubo algún momento de sosiego, cuando miramos al frente, en un lugar indeterminado de aquellos desiertos tristes. Una cabra balaba, y un niño se acercaba como a llevarle agua en aquella secura.

Nunca entenderé por qué los hombres se matan, y nunca sabré describir lo que mi corazón siente ante el sonido de las matanzas y de las muertes. Un día un hombre persiguió a mi padre para darle muerte. Dejó sobre la cama en la que yo dormía el cuchillo intacto. De alguna manera mató el tiempo en que yo había sido un niño. Como matar a un ruiseñor.