Opinión | EL CUERPO EN GUERRA

‘Slow’ o el arte del amor lento

Somos un pequeño animal de fondo de tierra, deseado y deseante, que diría Juan Ramón Jiménez

Una escena de 'Slow', de Marija Kavtaradze.

Una escena de 'Slow', de Marija Kavtaradze. / EPE

¿Puede existir el amor sin deseo? ¿Podemos dejarlo fuera de la ecuación de una relación de pareja? ¿Y si no hubiera sexo? Ese gran dilema es el que nos plantea la película Slow (Marija Kavtaradze, 2023), una de las sorpresas de la temporada que ya se hizo con la Mejor Dirección en el Festival de Sundance, y que sigue sobrevolando mi cabeza semanas después de haberla visto. Incluso, de haber debatido sobre ella con amigos.

Nos presenta una historia de amor sin sexo con la máxima delicadeza, ternura y honestidad, valores que nutren a uno de los protagonistas de la película, Dovydas, que trabaja como intérprete de lengua de signos, mientras que Elena, toda fogosidad y sensualidad, imparte clases de baile. Acontece entonces lo de siempre: se encuentran, se miran, se reconocen, se enamoran -todo acto de enamoramiento es un desafío al mundo, algo sobrenatural-. Y él desde el primer momento le es sincero: nunca ha sentido deseo sexual por nadie, es una persona asexual. Buah, de repente, se sucede un abismo. Pero Dovydas insiste porque se ha enamorado y quiere estar con Elena. En un primer momento, Elena pasa de largo. ¿Cómo vivir sin el deseo del otro? ¿Se puede establecer una relación de pareja sin que el sexo entre en el pack? ¿Es posible crear un lenguaje nuevo para el amor desde la confianza mutua, la ternura, la dulzura, el compromiso?

Todas estas preguntas siguen sobrevolando la cabeza de ambos a lo largo de toda la película. El amor se pone a prueba constantemente. ¿Y resiste? ¿A qué precio? ¿Merece la pena la renuncia? Porque hay una renuncia -en el amor a veces toca hacer renuncias, ceder en la negociación por el otro-. Hasta supone una nueva concepción del tiempo, mucho más dilatada: el arte de amar lento y besar, mirar, rozar, acariciar, creer y recrearse en la belleza de cada gesto y cada acto que se entrega al otro. Hacer de la complicidad un espacio único para dos donde brilla la ternura.

Esta forma de vida desafía no sólo los convencionalismos sociales, sino también la propia concepción de uno mismo, en tanto que somos cuerpo, tenemos un cuerpo. Somos un pequeño animal de fondo de tierra, deseado y deseante, que diría Juan Ramón Jiménez. ¿Es sostenible en el tiempo? Más allá de Dovydas y Elena, cada uno tendrá (con suerte) una opinión; seguro, más preguntas. Me resisto a daros la mía, que todavía transito mil incertidumbres -que vuelven a mí misma- sin alcanzar ninguna certeza. Busco sacudir, obligar a que os preguntéis qué amor estáis dispuestos a dar y en qué dirección. Supongo que es lo que Kavtaradze perseguía: mostrar otra posible forma de amar y hacer que nos cuestionemos la nuestra.