Opinión | CRÓNICAS GALANTES

Galicia, zona azul

En términos geriátricos, que son los que nos interesan, una zona azul es aquella en la que vive un número inusual de ancianos y, en particular, gente que ha cumplido al menos un siglo de antigüedad

Dos mujeres mayores pasean por un parque.

Dos mujeres mayores pasean por un parque. / Europa Press

Los dos mil vecinos que en Galicia pasan de los cien años contarán con una zona azul, aunque no se trate de buscarles aparcamiento. Sería más bien un premio.

En términos geriátricos, que son los que nos interesan, una zona azul es aquella en la que vive un número inusual de ancianos y, en particular, gente que ha cumplido al menos un siglo de antigüedad.

Existen solo cinco de estas áreas en el mundo, a las que pronto podrían unirse A Paradanta, Terra de Celanova y/o Terra de Caldelas, comarcas gallegas donde se registran centenares de centenarios. La propia Galicia, en su conjunto, está en situación de ser declarada zona azul, con los beneficios que eso añadiría a la denominación comercial de Galicia Calidade.

Investigadores internacionales han visitado este viejo reino de Breogán en las últimas semanas para evaluar el grado de ancianidad de los gallegos. La tarea ha de ser por fuerza minuciosa, dado que exige dar fe de vida actualizada de una población de riesgo como la de los centenarios.

Los resultados de la pesquisa tardarán un poco, pero las primeras impresiones son muy alentadoras. Azul en varios sentidos, Galicia parece que lo es también por su elevado número de gente mayor y, en este caso, muy mayor.

Hay quien atribuye esa anómala longevidad de los gallegos a la costumbre de hervirlo casi todo: ya sea el cerdo, la merluza, el pulpo, el lacón, la carne ao caldeiro o los pescados en caldeirada. Otros ensalzan las virtudes del aguardiente, que en ciertas zonas rurales –y tal vez azules– se trasegaba antiguamente en dosis homeopáticas al empezar el día. Los científicos, en fin, creen ver en una suma de dieta atlántica y tranquilidad la causa de que vivamos tantos años.

Existen, no obstante, más razones por las que nos resistimos a palmar antes de tiempo. Los gallegos saben que si se mueren pierden los ahorros y la casa, por ejemplo. Además, algunos no se fían de que en los petos de ánimas haya dinero suficiente para pagar sus gastos cuando el tránsito los obligue a salir de noche en santa compaña.

"Algo habrán de ayudar las verbenas y las tropecientas mil fiestas gastronómicas que hacen de la vida un permanente canto a la felicidad"

Puede que la dieta atlántica influya; no sería prudente negarlo. Ahora bien: lo que de verdad explica la larga senectud de los habitantes de este reino es su voluntad de vivir. Goza el gallego fama de no creer prácticamente en nada; y parece lógico, por tanto, que desconfíe de los paraísos ofrecidos por las religiones del Libro. Mejor disfrutar todo lo que se pueda del Más Acá, ya que del Más Allá nadie ha vuelto para confirmar la existencia de esa otra vida.

Algo habrán de ayudar, por tanto, las verbenas y las tropecientas mil fiestas gastronómicas que hacen de la vida un permanente canto a la felicidad. A ello hay que sumar aún el sosiego y el hábito de no tomarse nada en serio, salvo la correcta situación de los marcos de la finca. Así se ahorran discusiones, tan perjudiciales para la tensión.

Ciertamente, los gallegos no han alcanzado aún el nivel de longevidad de sus primos japoneses, con los que comparten devoción al pulpo; pero todo es cuestión de tiempo. Si ellos tienen su zona azul en Okinawa, malo será que en unos pocos meses no se conceda a Galicia la misma distinción. Lo de igualarles la renta per cápita ya tardará algo más, pero tampoco vamos a pedirlo todo.