Opinión | PARECE UNA TONTERÍA
Mágico y ridículo
El encanto de muchas cosas y acciones depende de la forma única en que cada uno mira el mundo, lo acepta, se lo apropia
Existe un género de cosas, cosas que nos pasan, cosas que nos pertenecen, que tiene algo de chocante, y a la vez cómico, y atrevido, y lúcido, y estrafalario, y sentimental. En realidad, son cosas que ofrecen resistencia a ser calificadas con exactitud y sucintamente. A menos que seas, por ejemplo, Richard Ford, que en una de las entrevistas para promocionar su último libro, Sé mía, dio con una manera llena de luz de referirse a esas cosas a cuya verdad los demás nos acercamos usando demasiados adjetivos. Y aun así quizá no nos acerquemos. Cuando le preguntaron por el extravagante Museo del Maíz que aparece en su novela, emplazado en Dakota del Sur, Ford confesó que le gustaba visitarlo cada vez que tenía ocasión, porque era «un lugar maravillosamente estúpido». De hecho, a él le encantaban «las cosas maravillosamente estúpidas». Otro ejemplo de cosa maravillosamente estúpida, dijo, era la melodía de su teléfono: cada vez que alguien lo llamaba sonaba la voz del Pato Donald cantando el villancico Deck The Halls.
La familia de cosas maravillosamente estúpidas nos involucra a todos. Cuesta creer que alguien no atesore o haga cosas de vez en cuando en las que se mezclen lo ridículo y lo extraordinario, proporcionándoles, a nuestros ojos, un valor sentimental duradero, quizá indestructible. El encanto de muchas cosas y acciones depende de la forma única en que cada uno mira el mundo, lo acepta, se lo apropia. El amor también es eso. Hace unas semanas, me ofrecieron una vieja estantería giratoria para libros. Pesaba bastante, rechinaba al girar y la sola idea de trasladarla hasta casa daba dolor de cabeza. No existía, además, un sitio en el piso idóneo para ella. Y tampoco es que la necesitase. Pero poseía algo que hizo que me enamorase de la idea de tenerla. Pedí ayuda a varios amigos, desmonté medio coche por meterla, luego desmonté media estantería para sacarla, porque no quería salir, la subimos a pulso por las escaleras y, al fin en casa, se quedó en una esquina, maravillosamente estúpida. Y ahora la vida ya me resulta feísima sin ella.
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