Opinión | VENGA, CIRCULE

El crimen de Los Galindos

Los podcasts y los documentales de 'true crime' me entretienen bastante, no por la morbosidad sino por las historias

Imagen de una calavera, en Barcelona.

Imagen de una calavera, en Barcelona. / EPC

Tengo un pin de un esqueleto con unos auriculares puestos y un letrerito que reza: "Pregúntame lo que quieras sobre true crime". En las primeras semanas en mi trabajo nuevo, en una conversación con mis compañeros de equipo, hice un comentario de pasada sobre lo mucho que me gustan los podcasts y los documentales de true crime. Me entretienen bastante, no por la morbosidad sino por las historias. Siempre me gustaron las historias. No recuerdo qué dije exactamente, solo lo mencioné porque la conversación iba sobre el crimen de los Galindos (ahora hay un documental en una plataforma de contenido audiovisual, creo) y yo había escuchado hacía mucho tiempo a distintos pseudoexpertos comentar aquel suceso.

Hace unos días una compañera de equipo me regaló ese pin del esqueleto y los auriculares. Lo vio en una tienda y se acordó de mí. El gesto me emocionó y no supe bien qué decir. No es nada del otro mundo, un escenario corriente de personas comunes y corrientes que probablemente se replique todos los días en otros lugares de trabajo también comunes y corrientes, pero no estoy acostumbrada aún a este tipo de cariño desinteresado en un entorno profesional. Me ha costado un tiempo acostumbrarme a compartir desayunos, comidas, salidas tras el trabajo y regalos de cumpleaños con las personas con las que trabajo. Hablamos de nuestras vidas y con el tiempo nuestra relación ha dejado de reducirse solo a las horas que pasamos trabajando juntos. En mis primeros años de vida laboral me enseñaron a cuidarme mucho de este tipo de gestos: el detalle la mayoría de las veces llegaba envenenado.

No tengo nada claro por qué los buenos recuerdos y las buenas experiencias se van desdibujando de la memoria conforme pasa el tiempo, pero los malos tragos nunca pierden la nitidez del primer día. Cuesta mucho tiempo -a veces décadas- dejar atrás según qué cuestiones y ni así puede nadie estar seguro de haber olvidado algo. Si incluso los músculos del cuerpo tienen memoria. Los bordes de esos recuerdos siempre son punzantes y afilados, y el eco del dolor que causaron es sempiterno. No desaparece del todo a pesar de los años, nos acompaña hasta el final.

Al menos en mi caso la memoria nunca olvida y probablemente nunca lo haga. Quizá forme parte de la naturaleza humana y esté relacionado con nuestro instinto de supervivencia: uno no ha de sobreponerse a lo bueno sino a lo malo, por lo que jamás puede olvidar del todo la impresión que dejó el golpe que llegó de sorpresa. Todavía me pasa que cuando un compañero o compañera de trabajo tiene un gesto amable conmigo cuestiono sus intenciones. En mi mente se inicia un proceso en el que se desarrollan múltiples escenarios cuya función consiste en explicar las posibles causas que han llevado a esa persona a tratarme… bien. Intento desaprender lo aprendido, que mis manos no suden ni tiemblen cuando alguien llama mi nombre en la oficina y me pregunta si podemos hablar un momento. En mi anterior trabajo me acostumbré a una dinámica nada sana en la que la gente tenía que ganarse el derecho a ser tratado con amabilidad y consideración.

Llegó un momento en el que perdí la cuenta de las personas a las que vi llorar en el baño. Los días consistían en un silencio muy pesado en una atmósfera densa y opaca en la que se operaba desde el cuchicheo y la deshonestidad. Fulanito no viene a la oficina, Menganita hace lo que le da la gana y llega tarde a todo, a Pepita la ascendieron y es fundamentalmente estúpida, no se entera de nada; pero luego todo el mundo sonreía ante Fulanito, Menganita y Pepita y a mí me costaba mucho conciliar ambas actitudes. Ninguna persona normal querría abrirse o compartir nada sobre sí misma que pueda ser usado como chiste a sus espaldas. Salí de allí creyendo que era mi culpa ser tratada así. Me decía a mí misma que en algún momento había cometido algún tipo de error que me había condenado para siempre ante adultos funcionales que me llevaban décadas de ventaja. En la distancia comprendí que no importaba mucho qué hiciera o hiciese yo, la cultura del lugar era la que era y nunca iba a cambiar.

El pin de la calavera es de color rojo. Pega con todo.