Opinión | MÁS ALLÁ DEL NEGRÓN

El emigrante

La crisis de la inmigración deja al descubierto la insolidaridad y el egoísmo de parte de nuestra sociedad

Ilustración 'El emigrante'

Ilustración 'El emigrante' / EPE

"Yo soy un pobre emigrante y traigo a esta tierra extraña en mi pecho un estandarte con la alegría de España". No sé cuántas veces, siendo un niño, oí a mi padre cantar esta canción de Juanito Valderrama. Hubo un tiempo en que en este país estábamos muy sensibilizados con la emigración. En Asturias, no hay familia que no tenga en su árbol genealógico un buen número de emigrantes.

Haciendo un recuento en mi propia familia, me encuentro con mi tío Toni, que emigró a la Cuba prerrevolucionaria en busca de fortuna y se convirtió en un sastre de los más solicitados por la entonces burguesía habanera. Su modernidad en el diseño la había adquirido en un modesto curso de Corte y Confección en Barcelona. Eso sí, acabó cortando caña de azúcar y consiguió, tras muchas peripecias, volver a España con lo puesto y emprender un nuevo negocio en Oviedo.

Mis padrinos y grandes amigos de mis padres, Patón el maquinista y Leonides, se liaron la manta a la cabeza, cogieron sus churumbeles y se largaron a Bélgica en busca de un futuro mejor. Se dejaron la piel en trabajos misérrimos. Eso sí, nunca se olvidaron de asegurarse de que, cada Pascua, su ahijado recibiera el preceptivo bollu. Ya en los setenta volvieron a vivir la jubilación en Gijón. Sus hijos, como es natural, se casaron con locales y se convirtieron en belgas. Al fin y al cabo, Bélgica les había dado más que España.

Los dos hermanos de mi cuñada Milde, huérfanos tempranos, acabaron también en Bruselas. Prácticamente toda su familia, por razones políticas y laborales, había tenido que emigrar al extranjero. Allí aprendieron un oficio y, tras mucho esfuerzo, encontraron un trabajo que les permitiría acabar sus días en España gracias a una generosa pensión belga.

Me consta que sufrieron, que los principios fueron duros, que tuvieron que aceptar trabajos indignos, que sufrieron el rechazo y la discriminación de la población autóctona. Pero jamás les oí quejarse por ello. Sus palabras siempre fueron de agradecimiento al país que les acogió. Bueno, Toni aún echa pesetas de Castro, pero jamás de Cuba.

En aquellos años sesenta en El Entrego, los únicos inmigrantes que acudían a la llamada edad de oro de la minería eran unos pocos portugueses, andaluces y castellanos. Por lo que recuerdo, fueron bien acogidos. Tenían las mismas condiciones de trabajo que los de casa y lo más ofensivo que tenían que padecer era que se les apellidaba por su origen, que hoy no sería muy correcto. Cómo Juan el andaluz, uno de los más populares por su gracejo tan diferente a nuestro carácter más bien sieso.

Ahora, en el mundo occidental y en nuestra España en concreto, hemos caído en la cuenta de que tenemos que buscar una solución al llamado problema de la inmigración. Como siempre dejando las tareas para cuando ya es demasiado tarde. Solo comprobar las reacciones de algunos con el reparto entre las comunidades de los menores migrantes solos (me niego a llamarles con el eufemismo menas) se me abren las carnes.

Resulta paradójico que partidos que se vanaglorian de ser los más católicos del universo sean los más beligerantes contra la acogida de esos menores. Y resulta especialmente preocupante que un alto porcentaje de españoles, especialmente notable entre los votantes del PP y sorprendente en partidos de izquierda, se muestre receloso con la acogida de estos niños y adolescentes que llegan solos. Tal vez si pensáramos en ellos de uno en uno y no como una masa informe llamada menas, los viéramos de otra manera.

Nos acusarán de ingenuos, de buenistas, pero mejor ser buenista que "malista". El problema de la inmigración no es un problema de sí o no, de favor o en contra, como todo lo que se plantea en esta sociedad polarizada. Es mucho más complejo y hasta ahora nuestras autoridades no han sabido dar una respuesta. Lo que sí debería estar claro a la hora de buscar soluciones es que nunca se debía de dejar de lado la humanidad y la solidaridad. Si perdemos la humanidad, ¿qué nos queda?