Opinión | ÁGORA

¿Regeneración o democratización?

Solo una sociedad moribunda exige regeneración. Una sociedad viva reclama más democracia. Y esto de forma estructural, porque la democracia es la lucha infinita.

Congreso de los Diputados

Congreso de los Diputados / Óscar J.Barroso - Europa Press - Archivo

La retórica no es inocente. Un mundo de significados se oculta tras una palabra, una geografía mental, una actitud radical, una pretensión. Las palabras están connotadas por su tradición y revelan un cosmos político. Regeneración es una de esas palabras que define por sí sola una retórica. Fue la divisa de los intelectuales del 98, que ofrecieron su respuesta a la degradación española. Sumida en su peor momento histórico, sin resortes vivos, la regeneración era la solución extrema para España. En sí misma, rozaba la resurrección. Quienes se ofrecían como regeneradores se presentaban como intelectuales carismáticos, con poderes excepcionales. Joaquín Costa, uno de ellos, invocó el cirujano de hierro.

Las propuestas regeneracionistas se mostraron estériles. Su punto flojo residía en su carácter sintomático. Cuanto más solo estaba el intelectual, más se autoengañaba con sus propias representaciones, magnificaba sus propios argumentos y los dotaba de expresiones grandiosas. La consecuencia estaba cantada: más distancia se creaba entre sus propuestas y el sentido común, y más ciudadanía le daba la espalda a su gesto dramático, pero impotente. La retórica de la regeneración, para cualquiera que sepa algo de la historia de este país, quedó arrumbada para siempre.

Frente a ella, con una retórica mucho más secular y política, emerge la propuesta de la democratización. La contraposición es intensa. Solo una sociedad moribunda exige regeneración. Una sociedad viva reclama más democracia. Y esto de forma estructural, porque la democracia es la lucha infinita. Para llevarla a cabo se tiene que disponer de alguna salud. El regeneracionista se encubre en su lenguaje místico; el demócrata identifica las fuerzas saludables de la sociedad. El regeneracionista se consuela de su impotencia histórica; el demócrata mide las fuerzas para mejorar la vida concreta.

Es obligación de quien esgrime la consigna de la democratización no desaprovechar ninguno de los resortes reales de mejorar la democracia. La empresa implica disminuir tanto como sea posible en una circunstancia concreta la dominación del ser humano sobre el ser humano. Esta actitud exige un profundo realismo político, un gran conocimiento de la realidad, una capacidad de mantener unidas las fuerzas dispuestas al cambio y un diagnóstico de cómo se puede disminuir el corazón mismo de la dominación. Al final, la lucha democrática es una espiral en continua ampliación. El regeneracionismo es el salto mortal de la creatio ex nihilo.

Esa espiral requiere otra forma de persuasión que la del regeneracionista. Su retórica es solipsista, incompatible con la democracia. Esta requiere la permanente conversación para identificar las fuerzas que cooperan en las mejoras. Si hay fuerzas políticas para derogar los artículos más retrógrados de la Ley Mordaza, ¿por qué no se hace? -se pregunta el democratizador. Si hay una percepción compartida de que se debe cambiar la forma de acceso a la carrera judicial, ¿por qué no se impulsa? Si no soportamos el espectáculo de un líder político que es a su vez acusación particular, ¿por qué no se cambia esta figura? La regeneración supone una base universal de corrupción. La democratización vive de encontrar aliados dispuestos a su lucha continua.

En su vibrante discurso, el portavoz de Sumar en el Congreso identificó esta semana lo esencial cuando dijo que hay que democratizar a la vez la sociedad y el Estado. Sentenció que, con demasiada frecuencia, la falta de democracia social impone un Estado de mala calidad democrática. El poder social informal, que se ejerce sin publicidad ni trasparencia, no solo juega con esa ventaja en la batalla social, sino que además instrumentaliza estructuras del Estado diseñadas para su defensa. Los alemanes, que tienen palabras para todas las cosas, diferencian entre Gewalt y Macht. El primero se ejerce desde instancias privadas; el segundo, desde instancias públicas. Una sociedad no puede ser justa si las instancias Gewalt se imponen sobre las Macht; si lo privado con su brutalidad confusa determina y usa lo público a su favor.

Los regeneracionistas y los democratizadores tienen un enemigo común, desde luego: el enquistamiento oligárquico que se produce cuando las instancias del poder informal, oscuro, privado usan de forma impune todos sus recursos para instrumentalizar las instancias universales de la ley, para proteger y eternizar sus ventajas. Pero el democratizador buscará las fuerzas políticas para poner la potencia universal de la ley del Estado al servicio de una sociedad abierta, libre e igualitaria, en la que las desigualdades sociales no estén protegidas por el Estado, sino sometidas a la competencia de una ciudadanía de iguales.

Al final, todo el secreto está en hacer transparentes las formas en que lo privado afecta a lo público, de tal manera que lo que determine la forma universal de la ley sea la razón universal del voto, y no otros elementos. La correcta relación de lo público y lo privado es la condición fundamental de una sociedad democrática y de un Estado libre. Marcar bien los límites de la recíproca influencia entre la sociedad y el Estado es la clave. Eso jamás se regulará de forma plena por la ley, pero se hará mejor si se promueven leyes más refinadas.

Aquí, el discurso regeneracionista es sintomático porque se oculta su propia situación. No se da cuenta de que quiere darle relevancia pública a su problema privado. Ese síntoma, diluir esa mezcla, es lo que tiene que ser abordado con celeridad -sin los patéticos llantos de Bolaños-, para que lo público pueda gozar de su autonomía y libertad al servicio de esa doble democratización.