Opinión | UN CARRUSEL VACÍO

Tonto el último

"Paul está muerto". Pero no lo está, aunque este año vaya a quedarme sin verlo, porque los bots son los más rápidos del Oeste

Paul McCartney

Paul McCartney / EP

Hace unas semanas, aparecieron en mi ciudad misteriosos carteles con una fotografía de Paul McCartney sujetando un teléfono, al estilo pop art, imitando una viñeta de cómic. Del teléfono salía un bocadillo en el que se leía: "¿Madrid?". La tensión comenzó a hacerse palpable. Esperábamos con ansiedad el anuncio oficial, que llegó unos días después.

McCartney regresa a España. Más concretamente, a Madrid, con un par de conciertos los días 9 y 10 de diciembre en el Wizink Center. Lo primero que nos chocó fue el sitio elegido para el evento, puesto que el antiguo Palacio de los Deportes tiene un aforo limitado: quince mil personas. Sin duda, uno de los dos últimos miembros de los Beatles habría podido llenar un estadio gigantesco, como el Wanda Metropolitano. La última vez que vino a Madrid, en 2016, lo fuimos a ver al Vicente Calderón, y no sobró ni un asiento.

Los periódicos anunciaron que, unos días antes de la venta oficial de entradas, habría una preventa para los suscriptores del boletín de noticias de la página del cantante y para los clientes de Santander Music. Así que todos nos empezamos a suscribir como locos al boletín de McCartney, creyendo inocentemente que pocos más se molestarían en hacerlo y que seríamos los reyes de la preventa.

Un minuto después de abrirse la primera preventa, no quedaban entradas. Lo mismo ocurrió el día de la venta oficial. Yo, que llevaba delante del ordenador desde media hora antes del momento en el que se abrían, no podía creerme que quince mil personas tuvieran el dedo más rápido del Oeste y que todo estuviera ya comprado en el primer minuto.

La respuesta a este misterio puede resumirse con una palabra: bots. Empresas dedicadas a la reventa que saturan las plataformas de venta con programas informáticos que automatizan el proceso de compra, a velocidades imposibles para el ser humano. Lo demuestra el hecho de que, instantes después de abrirse la preventa en este tipo de conciertos, ya aparecen entradas en reventa a precios desorbitados. Las páginas de reventa, como Viagogo, encabezan en muchas ocasiones la lista de resultados en los buscadores.

Esta circunstancia se ha agravado peligrosamente en la última década. En 2016, las entradas para ver a McCartney en el Calderón se agotaron rápidamente, pero aquellos que estuvimos al quite pudimos conseguirlas. Y unos años antes, tampoco tuve problemas para comprar entradas para el concierto de los Rolling Stones en el estadio Santiago Bernabéu. Ver en directo a las figuras históricas del rock siempre ha sido difícil, debido a la demanda generada por su leyenda, pero ahora es casi imposible si eres un ser humano. Más concretamente, si eres un ser humano que no ha tenido la brillante idea de convertirse en cliente de Santander Music, por ejemplo.

No comprendo por qué continúan siendo legales estos procesos. La reventa en físico, hoy en día, es una actividad castigada por la ley, pero nadie controla lo que sucede en Internet. Se hace oídos sordos, como cuando los profesores atisbamos a un alumno con el teléfono móvil y simulamos no haberlo visto para no tener que interrumpir la clase. Al final, la reventa es la única forma de conseguir ver a McCartney, a los Rolling o a cualquier estrella histórica que se precie. Por eso, lo que se debería castigar es el proceso previo: el despliegue de bots por parte de empresas de reventa.

Y ahora, quien quiera escuchar a Sir Paul entonando "Eleanor Rigby", "Penny Lane" o "Maybe I’m Amazed" tendrá que soltar, sin apuros, cuatrocientos euros, como mínimo, y con la tensión extra de una posible denuncia. Maravillas del capitalismo: ese señor con mostacho que sigue engordando desde comienzos del siglo XIX.

Vivimos en un mundo que cada vez parece más hecho para robots que para personas. A menudo, me alivia pensar que, al menos una vez, pude escuchar a McCartney en directo: lo más parecido a conocer a los Beatles que podemos permitirnos aquellos que nacimos demasiado tarde para experimentar la edad dorada del rock. El cariz que ha tomado el asunto resulta terriblemente triste. Pude escucharlo cantar algunas de mis canciones favoritas de los Beatles y sentir que había viajado en el tiempo. Allí, delante de nosotros, estaba la historia viva de la música, setentón y castigado por los años –se le ha ido poniendo cara de abuela–, pero aún en pie. Mi Beatle preferido: el romántico, el tacaño, la víctima de esa hilarante teoría conspiranoica conocida como "Paul está muerto". Pero no lo está, aunque este año vaya a quedarme sin verlo, porque los bots son los más rápidos del Oeste y nos gritan eso de "tonto el último".