Opinión | MUJERES

Todo un mundo por conquistar

La historia está llena de viajeras imparables que rompieron con las convenciones y los condicionamientos

Una viajera con un mapa y una mochila.

Una viajera con un mapa y una mochila. / Torwaiphoto

La historia está llena de mujeres viajeras. Los viajes de los hombres son épicos, los de las mujeres también y, además, tienen mucho de transgresor. Una mujer sola, adentrándose en lugares ignotos, exponiéndose sabe Dios a qué peligros resulta sospechosa y quizás más peligrosa que quienes puedan salirle al camino. Emprender el viaje, dejar atrás lo conocido y aventurarse, con la mente abierta, por andurriales nunca transitados suele ser más difícil para nosotras. Educadas al amor del hogar y atadas en corto con las cadenas del miedo, partir requiere más energía y arrestos para afrontar la crítica y el cuestionamiento. No hace tanto, ellos volvían del viaje como héroes; ellas, a menudo, eran tomadas por locas o criticadas por ser unas ligeras de cascos.

Hay, pese a los condicionamientos, mujeres imparables, en las que pudo más su pulsión por conocer el mundo y sus gentes que los miedos que les habían inoculado. Lo que la mayoría de ellas descubrió es que les sobraba energía, inteligencia y competencia para afrontar la travesía y que los riesgos, que no eran tantos ni tan enormes, valían la pena.

Viajeras las ha habido siempre. Las primeras viajarían de un lado a otro, con su comunidad, en busca de sustento y refugió. ¡Qué remedio!

En España hay una, Egeria, que ostenta el discutible pero aparente título de haber sido la primera, allá por el siglo IV. Era una animosa y acomodada dama que quiso conocer los santos lugares, con la Biblia como guía. En el trayecto acabó escribiendo otra, la suya propia, que se puede leer y disfrutar con el título de "El itinerario de Egeria". El primer libro español de viajes lo escribió ella, mil años antes de que Marco Polo firmase sus relatos sobre el lejano Oriente.

Egeria salió de Gallaecia, que más o menos se corresponde con el actual territorio de Galicia, en el año 381, y viajó con cierta comodidad, porque la suya era una familia influyente, lo que le abrió muchas puertas. Además no iba sola, se podía permitir un generoso séquito. Cruzó los Pirineos, los Alpes, atravesó la Galia, cruzó el Rodano, pasó por Constantinopla, se acercó hasta Egipto y llegó a Jerusalén, y de todo lo que veía y sus impresiones sobre ello iba dando cuenta en las cartas que enviaba a las amigas que había dejado atrás.

Pese a que a las mujeres se las quería en casa y con la pata quebrada, como ella hubo y habrá muchas viajeras.

Su historia es una de las que Cristina Morató, otra incansable viajera, relata en su libro Viajeras intrépidas y aventureras, editado por Plaza&Janes hace ya unos años, en 2007, y prologado, nada más y nada menos, que por Manu Leguineche.

A los hombres siempre se les ha animado a emprender el viaje, a descubrir el mundo. No solo eso, se les incita a apoderarse de él, a conquistarlo. Aún hoy a las mujeres se nos amedrenta con los peligros que nos acechan si salimos a campo abierto: no vayas sola, no vuelvas de noche, no andes por lugares apartados, no te adentres en países tan remotos, cuídate de los extraños, no son de fiar… Y así nos empequeñecemos y el mundo, que es tan grande y tan apasionante, se hace pequeño con nosotras.