Opinión | CRÓNICAS GALANTES

El turismo y las termitas

Lo que parecía una socialización de los desplazamientos se ha convertido, sin embargo, en un negocio multinacional

Turistas en una imagen de archivo

Turistas en una imagen de archivo / TURISMO COSTA DEL SOL

Barcelona es noticia en estos días por las manifestaciones que bajo el lema "Tourists, go home", acosan a los guiris: pero no es el único caso. También ciudades de censo más modesto, como Sevilla, Málaga o el Santiago apostólico se han alzado contra la proliferación de viviendas para el turismo que están despoblando de vecinos sus centros históricos.

Tiempo hubo en que la imagen del turista era la de un japonés con la cámara Nikon en bandolera y mucho dinero para gastar allá donde fuese. Aún habrían de pasar años para que Ryanair, el crecimiento económico y –sobre todo– las plataformas de intercambio de pisos como Airbnb pusieran los viajes al alcance de casi cualquiera.

Ahora que todos somos turistas, muchos municipios españoles han comenzado a poner coto a esta actividad. A imitación de la pionera Venecia, los alcaldes están urdiendo tasas para disuadir a los visitantes, además de reglamentaciones más estrictas que limiten el número de apartamentos turísticos.

Hasta el municipio de Nueva York ha arremetido contra ese tipo de pisos de temporada, receloso su alcalde de que los turistas expulsen a los neoyorquinos de muchos de sus barrios de toda la vida.

Lo raro del asunto es que el turismo de apartamento nació como un intercambio de casas entre particulares, propio en apariencia de la moderna economía cooperativa. El capitalismo llevaría así a cabo el viejo sueño anarquista de la abolición de la propiedad, sin más que favorecer la permuta temporal de las casas durante las vacaciones. Pero todo tiene su truco, como es lógico.

Lo que parecía una socialización de los desplazamientos se ha convertido, sin embargo, en un negocio multinacional. Los fondos de inversión son los que se están forrando con el invento, por más que algunos rentistas particulares saquen también tajada. Pierden, únicamente, los vecinos forzosamente exiliados de sus viviendas.

Habrá quien crea que el turismo lo inventó en España el ministro Manuel Fraga, que allá a finales de los años sesenta llenó el país de paradores y suecas en bikini a las que perseguía Alfredo Landa en las películas de la época. Craso error.

Estas son, en realidad, cosas ideadas por los americanos, como casi todo. Inventaron las redes sociales y la mayoría de las empresas 2.0 que están revolucionando las modalidades de viaje y, más que nada, las de alojamiento. Es la llamada economía colaborativa, que no hace mucho defendía la izquierda extrema en España.

Pocas ideas parecen más solidarias, en efecto, que la de compartir coche, casa y hasta pareja por un tiempo. La trampa está en que un negocio tan moderno y rompedor en apariencia como el del intercambio de moradas se base en la viejísima figura del intermediario. Al final, son los empresarios de la nueva economía quienes gestionan el negocio, a base de desplazar a la población de las ciudades para sustituirla por turistas.

Gran invento desde que lo idearon los ingleses, el turismo puede ser a la vez el equivalente de una plaga de termitas. Aporta mucho dinero, es verdad; pero también carcome la estructura de los barrios cuando el número de sus inquilinos eventuales excede lo razonable. Acabaremos echando de menos a los japoneses.