Opinión | LAS CUENTAS DE LA VIDA

Yourcenar, de nuevo, hoy

"Condeno la ignorancia que reina tanto en las democracias como en los regímenes totalitarios", decía la académica belga-francesa

Marguerite Yourcenar.

Marguerite Yourcenar. / Archivo

En una de las conversaciones que integran el libro Con los ojos abiertosMatthieu Galey le preguntó a la escritora Marguerite Yourcenar por la educación. La académica belga-francesa dio una respuesta larga, matizada, que vale por un ensayo. Dijo: «Condeno la ignorancia que reina tanto en las democracias como en los regímenes totalitarios. Esta ignorancia es tan grande, tan total, que pareciera deseada por el sistema». Por supuesto algo de esto hay, sean o no conscientes de ello los poderes políticos y económicos. Con la muerte del humanismo, surge –surgirá– otro tipo de hombre, ajeno a la piedad y a la compasión; ajeno, no al anhelo de la verdad, sino a su instinto.

Sin imágenes nobles de belleza y verdad, el alma se encoge, se angosta, pierde viveza y perspicacia. El tapiz de la memoria se convierte en un collage psico-emocional carente de la fina textura de una inteligencia cultivada. «He reflexionado con frecuencia –prosigue Yourcenar– acerca de lo que podría ser la educación del niño. Pienso que se necesitarían estudios básicos, muy simples, en los que el niño aprendería que vive, en el seno del universo, sobre un planeta cuyos recursos deberá cuidar más tarde, que depende del aire, del agua, de todos los seres vivientes, y que el menor error o la menor violencia, pueden destruirlo todo. Aprendería que los hombres se han matado entre sí en guerras que sólo han producido otras guerras, y que cada país acomoda su historia, falsamente, para halagar su orgullo. Se le enseñaría lo suficiente del pasado para que se sienta ligado a los hombres que lo han precedido, para que los admire cuando lo merezcan, sin hacer de ellos unos ídolos, como tampoco del presente o de un hipotético porvenir. Se le intentaría familiarizar, a la vez, con los libros y las cosas; sabría el nombre de las plantas, conocería a los animales». Y así prosigue, hablando de la moral y de la religión, de la riqueza de las lenguas y del amor a la labor bien hecha, al trabajo útil y respetable, no condicionado por las modas, ni por la publicidad, ni por el capricho de los poderosos. «Hay ciertamente –concluye– un medio de hablar a los niños de cosas en verdad importantes, y más pronto de lo que se hace».

Mucho más pronto, se diría, si hacemos caso a la experiencia de cualquier época pasada. «Los niños, por supuesto, aprenden en la escuela un cierto número de cosas –sostiene Yourcenar en respuesta a otra pregunta–, pero esas cosas se pegan mal por la ausencia total de preparación psicológica». No sé si exactamente el verdadero motivo es psicológico (hay cierta tendencia hoy en día a reducir la realidad del hombre a la psicología, lo que me parece un error), pero sí que se da una carencia de formación previa, de elaboración de un gusto, de saberse relacionar con el mundo. Sin un bagaje cultural, sin modelos literarios que vehiculen nuestra mirada, nos movemos y vivimos sin que las cosas se adhieran a las palabras; es decir, sin que sepamos ver aquello que nombramos. Regresar a lo real; al lenguaje y a los objetos; a la naturaleza y a las bibliotecas; a los dictados, a la ortografía y a la sintaxis; a las grandes narraciones y a las historias humildes es esencial para la educación. Mucho más que las pizarras digitales o los libros electrónicos o los grandes discursos que ocupan el sitio de los verdaderos valores. Haríamos bien en atender la mirada sabia de una mujer antigua como Marguerite Yourcenar.