Opinión | DE PASO

Un cambio, por fin

La secretaria general de ERC en funciones, Marta Rovira, durante una rueda de prensa de ERC para informar de los resultados definitivos de la consulta a la militancia sobre la investidura de illa, en la sede del partido, a 2 de agosto de 2024, en Barcelon

La secretaria general de ERC en funciones, Marta Rovira, durante una rueda de prensa de ERC para informar de los resultados definitivos de la consulta a la militancia sobre la investidura de illa, en la sede del partido, a 2 de agosto de 2024, en Barcelon / Kike Rincón - Europa Press

El acuerdo entre el PSC y ERC para que Salvador Illa sea presidente de la Generalitat de Cataluña ha sacudido la política española. No es para menos. Estamos ante el acontecimiento político más importante desde la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010, con cuya situación previa conecta este acuerdo. Se mire como se mire, este acuerdo obligará a un cambio constitucional, ya sea por la vía de la mera mutación, ya sea por la vía de los refrendos populares. Tras ese acuerdo, nada será igual. Lo que se pondría en marcha sería un cambio de Verfassung, y tarde o temprano tendría que pasar a la Constitución de papel.

Se podría argumentar que no es adecuado producir un cambio así en el contexto de una mera nominación presidencial de naturaleza ordinaria. Es el mismo argumento que hemos visto con el asunto de la ley de amnistía. En buena técnica constitucional, o en buen pensamiento político, el argumento es persuasivo. Este tipo de asuntos debería darse en el seno de procesos de gran calado deliberativo y consultivo, donde los pueblos hagan demostración de su virtud. Pero la política española ha demostrado desde hace décadas una parálisis que, por sí sola, ya es una rotunda victoria de las fuerzas conservadoras.

Esa victoria es catastrófica, por la razón de que solo puede enquistar los problemas políticos aplazados en 1978. La presión democrática, plenamente legítima en el juego institucional legal, ha dado señales inequívocas de que la ciudadanía catalana no se siente cómoda con la actual constitución del Estado. Y como dice el acuerdo con plena razón, la legitimidad institucional y la democrática son los dos pilares indispensables en su unidad para un régimen político sano. Que el acuerdo reconozca que se debe avanzar con los dos a la vez y que confiese buscar un "amplio consenso" social, es sin duda la puntilla al esquema de Puigdemont.

Hay muchas más cosas razonables en el acuerdo. Ante todo, el presentarse como el primer paso de un proyecto hegemónico histórico, capaz de unificar en el largo plazo los caminos del catalanismo popular federalista e independentista. Se trata de un camino evolutivo capaz de enfrentarse al proyecto pujolista, heredado por Junts, de una hegemonía nacional de la alta burguesía catalana. El acuerdo no menciona en ningún momento que la ordenación política catalana se hará en clave nacionalista. ERC tiene un conflicto con el Estado porque no se reconocen los derechos nacionales de Cataluña, pero no afirma que la solución sea nacionalista. No hay una aspiración de homogeneidad nacional en el acuerdo. En la página tercera se habla de "armonizar los principios de democracia, imperio de la ley, federalismo y protección de minorías".

Es en este sentido en el que se anuncia la formación de una Convención Nacional para la solución del conflicto político, que es toda una confesión de abandono de la unilateralidad y del espíritu de exclusión de otros tiempos. Por eso sería muy mal síntoma que las juventudes republicanas echaran para atrás el acuerdo, pues todos estos puntos son de un claro espíritu republicano. El maximalismo independentista solo puede tener una fundamentación nacionalista, filosóficamente incompatible con el republicanismo. De imponerse, llevaría las cosas a una lucha entre nacionalismos, lo que alejaría sine die una solución histórica, tanto como acercaría un ciclo en el que la derecha -incluida la catalana- podría ensayar sus proyectos hegemónicos, con una madrileñización de Junts.

Puede que las juventudes republicanas se dejen engañar y asuman como propio ese maximalismo instrumental y oportunista; puede que no estén todavía convencidos de lo que constituye el supuesto del acuerdo, que el independentismo no es una opción. Eso sería tan lamentable como que la opinión pública española se dejase llevar por esos perezosos mentales crónicos que son García-Page y Lambán. Porque el acuerdo reconoce que la soberanía fiscal de Cataluña, que se asumirá "progresivamente", ha de ser compatible con "la contribución equitativa al sostenimiento del gasto del Estado" y con la solidaridad entre los territorios. Por lo demás, contempla que la relación bilateral sea compatible con "la participación en los órganos multilaterales".

Lo más importante es que el acuerdo confiesa que el modelo hacendístico será federal. Esto es importante porque sobre todo puede significar una racionalización de todo el modelo fiscal. Ante todo, porque el amo de las cuentas será también la Generalitat, no sólo el Estado. Este es un cambio central. La Comisión Mixta de Asuntos Económicos y Fiscales Estado-Generalitat obligará a jugar limpio. El Estado tendrá que ser persuasivo sobre sus gastos y la Generalitat sobre sus ingresos. Pero nadie ignora que el problema fundamental es el de las demás autonomías. En este sentido me parece oportuna la cláusula que condiciona la solidaridad entre territorios a padecer la misma presión fiscal. El espectáculo de tantas comunidades autónomas, que al tiempo que anuncian rebajas de impuestos exigen mayores recursos al Estado, llegando en muchas ocasiones al dumping fiscal con protección estatal de la deuda, es insoportable, y muestra que el sistema actual es fuente de oportunismos intolerables.

Como todo cambio importante, va a agitar el tablero en caso de que se ponga en marcha. Pero, dejando aparte que el pago al Estado se hará por el porcentaje de participación de los tributos, lo decisivo es que Illa llevará la manija, lo que implica un seguro de prudencia.