CRÍTICA DE ÓPERA

El Real retrata la sordidez de la 'Madama Butterfly' de Puccini

La puesta en escena de Damiano Michieletto acierta al mostrar la turbia historia del oficial de marina americano y su esposa comprada, una menor japonesa, con la crudeza con que la vemos hoy en día

Saioa Hernández (Cio-Cio-San) y Matthew Polenzani (F.B. Pinkerton), en un momento de la 'Madama Butterfly' del Real.

Saioa Hernández (Cio-Cio-San) y Matthew Polenzani (F.B. Pinkerton), en un momento de la 'Madama Butterfly' del Real. / Javier del Real | Teatro Real

La tarde del domingo, la flor y nata de Madrid se puso sus mejores galas para disfrutar de una curiosísima velada: un americano iba a comprarse una niña de quince años. Para no inquietar al respetable, la obscenidad del acontecimiento iba bien envuelta en la música inflamada de un reconocido compositor italiano. Champán en el entreacto y luego a cenar.

Anoche, el Teatro Real cerró su temporada con Madama Butterfly, la popular ópera del maestro Puccini, revisitada por Damiano Michieletto bajo la batuta de Nicola Luisotti. El argumento es bien conocido: Benjamin Franklin Pinkerton, oficial de la marina norteamericana, ha arrendado una casita en Nagasaki; el contrato incluye un cocinero, un sirviente y una esposa menor de edad. El gobierno imperial, que aún no se ha enemistado con los marineritos de Pearl Harbor, ofrece condiciones muy ventajosas: alquiler por novecientos noventa y nueve años y una cláusula de rescisión mensual. Con la ayuda de un casamentero y las bendiciones del cónsul local, Pinkerton se agencia a la incauta Cio-Cio-San, una adolescente metida a geisha a consecuencia de la desgracia familiar. Ella, tomándose en serio las fatuas promesas de amor eterno del esposo yanqui, renuncia a su religión y costumbres para vivir al modo americano. Al poco, se desata la desgracia: Pinkerton abandona Japón y Butterfly (el nombre americano que adopta nuestra protagonista) lo espera durante tres años, sorda a las advertencias de cuantos la rodean. Cuando el cónsul, remitido por Pinkerton, intenta convencerla de que todo ha sido una farsa libidinosa y que debe rehacer su vida, descubrimos que el escarceo produjo un tercero en discordia en forma de hijo. Finalmente, el marido regresa para intentar hacerse con el crío, que será adoptado por su esposa legítima. Butterfly, desesperada, accede a entregar a la criatura y suicidarse honrosamente, para que así su hijo no tenga que vivir con el fantasma del abandono de su madre.

Las óperas de repertorio se escuchan de memoria, y esa inercia camufla los problemones que conlleva representar algunos de los títulos más queridos por el público. En el caso de Butterfly, los marrones se amontonan. A la trata de blancas y al abuso sexual se le une la caricatura orientalista que el señor don Giacomo hace de la sociedad japonesa. Felizmente, la versión de Michieletto no ubica la acción en la coqueta casa de paredes de papel sobre las colinas de Nagasaki de la que habla el libreto. Las muchachitas delicadas de cara empolvada y kimono ceñido han sido sustituidas por prostitutas arrabaleras, y el idílico nidito de amor por los bajos fondos de una ciudad japonesa, repleta de anuncios de amor por horas. Prefiero cuando se va de frente, aunque la propuesta también tenga sus peros, como la pobre dirección de los actores o que, en resumen, cambiar la ubicación de la escena no logra cambiar la dinámica de la acción.

Puccini es un hueso duro de roer, porque su música absuelve, por mucho himno americano y diálogo autocondenatorio que recite Pinkerton, las acciones de los villanos. Ay, cuánto arrepentimiento colonial, ¡también ellos son víctimas de la globalización! Mire, váyase usted al carajo.

Jiaying Li (actriz), Ouyang Zhu (actriz), Haizam Abdalla (actor), Carlos Ibáñez de la Cadiniere (actor) y Matthew Polenzani (F.B. Pinkerton), en 'Madama Butterfly'.

Jiaying Li (actriz), Ouyang Zhu (actriz), Haizam Abdalla (actor), Carlos Ibáñez de la Cadiniere (actor) y Matthew Polenzani (F.B. Pinkerton), en 'Madama Butterfly'. / Javier del Real | Teatro Real

En el foso, Nicola Luisotti, habitual del teatro madrileño, logra remarcar los momentos cómicos y juguetones de la partitura, imprimiendo agilidad a una música que, a estas alturas del siglo, puede parecer una banda sonora. Logró darle vivacidad a la alternancia de soniquetes occidentales y orientales (lo que un italiano de principios del siglo pasado se imaginaba que sonaba japonés) y ofreció una lectura rica en matices, que destaca los aspectos más vanguardistas de la partitura. Por el contrario, algunos de los momentos de mayor tensión dramática quedaron un pelín aguados por una elección de tiempos un tanto perezosa. Fue el caso del aria famosa de la velada, Un bel di vedremo, en la que Cio-Cio-San intenta convencer a su sirvienta, Suzuki (y autoconvencerse), del retorno prometido de su esposo con un creciente torrente de fantasías que exige un vigor desesperado que la orquesta quiso dar.

En el capítulo de voces, destaca la extraordinaria interpretación de la protagonista encarnada por Saioa Hernández, sin duda, lo mejor de la noche. La soprano madrileña desplegó un poderío y una precisión vocal apabullante, y logró reflejar el torbellino de emociones (desde la crueldad hasta la extrema candidez, pasando por el heroísmo y la desesperación) que caracterizan a Butterfly sin caer en el griterío efectista que suele acompañar a este rol. Menos atinado estuvo Matthew Polenzani, cuyo desempeño fue considerablemente más justito. Completan el elenco el destacable Mikeldi Atxalandabaso como Goro el casamentero, la Suzuki un tanto hierática y monótona de Silvia Beltrami y el cónsul Sharpless de Lucas Meachem, que padece una dicción un tanto atropellada.

No sé cuántas Madama Butterfly llevaré en las orejas, pero aún me sorprende lo irritante que es esta ópera, en la que todos los malvados parecen enjuagarse una y otra vez en los melodiones del compositor. La tibieza de los personajes pretendidamente buenos (Sharpless a la cabeza), el cinismo que transpira el libreto so pretexto del mantra pucciniano de los grandes dramas en almas pequeñas. Todo ello, sin mencionar los incomprensibles minutos musicales que se intercalan cuando uno menos se lo espera. Con todo, es lo que tienen los clásicos: el recordatorio continuo de los pecados de la cultura.

Al caer el telón, el público aplaudió entusiasmado hasta que compareció la troupe del director de escena. Grandes abucheos interrumpidos por algún vitoreo muy decidido. No me leerán ustedes grandes elogios al cansino realismo sucio, pero se ve que el respetable prefiere que no le estropeen sus canciones preferidas con sobresaltos de sordidez.