CONCIERTO

James Blake y el latido electrónico que seduce a las Noches del Botánico

El músico británico conquistó al público del recinto complutense con su particular aproximación a la música de club y la canción de autor de alto contenido emocional

El músico británico James Blake, durante su actuación en Noches del Botánico este jueves.

El músico británico James Blake, durante su actuación en Noches del Botánico este jueves. / ALBA VIGARAY

Jacobo de Arce

Jacobo de Arce

Fue a la tercera canción. Dijo aquello de que no venía hace tiempo y que, por lo tanto, tendría que recuperar algunos de sus clásicos, y de repente empezaron a sonar al piano las cuatro notas iniciales de Limit to Your Love, el primero de sus hits y el tema que le convirtió en quien es hoy allá por 2011. El rojo de la iluminación del escenario se fundió con los centenares de puntos rojos que brotaban de las pantallas de móvil que estaban registrando lo que sucedía allí arriba, y la noche adquirió una dimensión casi mística. En realidad se trataba de una versión de la canadiense Feist, pero hoy por hoy todo el mundo conoce esa canción como un símbolo de lo que James Blake se inventó hace ya más de una década: la perfecta fusión entre la electrónica más arriesgada y un forma muy particular, y a la vez muy clásica, de entender la canción pop. A los primeros compases con el piano y la voz desnudos les sucedían esos graves profundos, rugosos, que Blake absorbió del dubstep, el estilo que emergió de los sótanos de Londres hace dos décadas y que todavía hoy, a pesar de que las modas son cada vez más pasajeras, se resiste a ceder su cetro en cierto espectro de la música de club.

La ubicación era perfecta: por mucho que haya buceado en las tripas de la electrónica que una vez fue underground, James Blake es un tipo elegante y aseado, un niño bien que aunque sea hijo de artistas no deja de parecer un tipo de orden, y las Noches del Botánico, un festival que mima cada concierto y que presume del recinto más aburguesado y mejor dispuesto de Madrid, le brindaba el mejor marco para una propuesta de una elegancia tan evidente como discreta. Flanqueaban el escenario unos árboles que la iluminación teñía de morado, un bosque que con su música parecía sintético y futurista, y el público no llegaba a llenar el aforo pero su entrega lo hacía parecer más numeroso. Hacía algo de calor, pero nada amenazaba a la felicidad en una velada que parecía haber sido diseñada para la emoción y el alborozo.

Lo de Blake parece un truco de prestidigitación. Por mucho que se repita, uno no lo acaba de entender del todo, pero como espectador siempre se queda boquiabierto porque, al final, funciona. La fórmula habitual en sus canciones se presenta sencilla y es la que ya se ha dicho: un arranque de piano intimista, la incorporación de una voz confesional, a veces doliente, y después de esa introducción la entrada de una electrónica de graves bajísimos, rotos, que conectan al artista con su pasado musical más remoto, cuando organizaba en su facultad conciertos del Londres más vanguardista. Hay una liturgia ahí que abre una puerta a otra dimensión. Una en la que el mundo de repente entra en pausa y todo parece estar en su sitio.

La noche no había empezado así: la primera canción, Loading, mezcla las cuidadas melodías habituales en voz y teclados con un ritmo house que no es tan frecuente en su música. Cualquiera hubiera dicho que quería dejar claro desde el principio que la velada iba a tener algo de discoteca o de verbena, que para eso estamos en pleno mes de julio, y no faltaba el inconfundible juego de voces que es marca de la casa: Blake arranca a menudo cantando muy agudo, casi siempre en falsete, y en algún punto de la canción pasa a tonos más graves y acordes con la que es su voz real. Pero enseguida llegaba el cambio de rumbo hacia otro de los territorios que mejor conoce y donde se ha vuelto a instalar recientemente: ese hip hop que aquí aparecía con Mile High, la canción que hizo con el rapero Travis Scott y que esta vez le tocaba cantar a él solo, sin que eso supusiera el más mínimo problema.

La hora y media de concierto osciló entre esos dos polos (o palos), el de la canción sentida con base electrónica y el del hip hop de autor y sofisticado que él ha sabido llevar a su terreno como muy pocos de quienes vienen de coordenadas parecidas. Pero se sumaba un tercero: esa especie de soul tan siglo XXI de temazos incuestionables como Say What You Will, una canción de celebración de uno mismo y de una autoestima bien canalizada que el británico quiso interpretar con ayuda del público, proponiendo un sing along al que se sumaron un buen puñado de gargantas madrileñas deseosas de celebrar el encuentro con un tipo único y que llevaba ya unos años haciéndose querer en la capital.

James Blake (a la dcha.) y los dos músicos que le acompañan en directo.

James Blake (a la dcha.) y los dos músicos que le acompañan en directo. / ALBA VIGARAY

La de este jueves en las Noches del Botánico era quizá la cita más contemporánea de las que se ofrecen este año. La que mejor reflejaba las mutaciones que la música, en esa encrucijada entre el sonido de club, la canción clásica y la vanguardia, ha vivido en las últimas décadas. Quedaba claro cuando Blake encaraba la descreída Tell Me, joya sacada de su último disco Playing Robots Into Heaven (penúltimo si metemos en la ecuación Bad Cameo, el que acaba de publicar a medias con el rapero Lil Yachty) que arranca con un sonido como de interferencias y el músico fraseando por encima "dime si merece la pena despertarse por esto, cuando hay tantas razones para mentir". El estribillo es tan sentido, y tan sencillo al mismo tiempo, que el artista no dudó en volver a pedir al público que le acompañara. Después, a medida que progresaba, la canción se iba metiendo en una deriva clubber que hizo que el Jardín Botánico de la Complutense se convirtiera en una pequeña rave, tímida y ordenada, pero rave al fin y al cabo.

Pasó algo parecido con Throw Around, que con su sonido a medio camino entre la electrónica y el rock hacía recordar a unos LCD Soundsystem, y la emoción llegó a su nivel más alto con la fusión en un medley de dos versiones, Hope She’ll Be Happier de Bill Withers con No Surprises de Radiohead, o el tránsito desde la torch song más desnuda a unas guitarras conmovedoras y con hechuras de gran obra de arte. Todo sonaba ahí tan real, tan poco IA, como en el más clásico de los conciertos. Lo diría más tarde Blake, a la hora de presentar a sus músicos: el ritmo en su banda, un sencillísimo line up compuesto por guitarra (y a veces también teclados), batería y los teclados que él toca, no lo marca un ordenador con las secuencias grabadas, sino un señor baterista. Por eso de lo que uno ve sobre el escenario emerge una verdad que no es tan evidente en otras propuestas de este ámbito.

El cierre llegaba con Retrograde, canción estrella de su segundo disco, el que le consagró hace una década. Un tema ya célebre que arranca con un serpenteante tarareo nasal y que después se desarrolla, cortina de sonoridades eléctricas mediante, como una versión mejorada del trip hop. Empezaba a esas horas de la noche a asomar un temor entre el público: el de que la fantástica velada puesta en escena por Blake tocaba a su fin. Dio igual que después entregara una propina efectiva de dos canciones en la que la última, Wilhelm Street, sacaba a flote toda la pirotecnia ruidista posible. La emoción se batía ya en retirada porque el resto ya se había echado antes, y ahora al muchacho responsable que es el de Enfield le tocaba irse a dormir, como a los espectadores con ganas de farra les tocaba moverse a la plaza donde los djs del Botánico continuarían la fiesta. Qué noche tan estrellada se había abatido sobre Madrid gracias al sortilegio desplegado por un tipo que, todavía a mitad de la treintena, es ya un clásico de la música reciente.