LA VIDA CONTIGO

La actriz Rafaela Aparicio, al descubierto: de la mala relación con su primera pareja a su desagrado por el cine de destape

Un libro titulado Aquellos segundos de primera rinde homenaje a una mujer que, al carecer de un físico imponente, se vio relegada a papeles secundarios durante toda su carrera

Imagen de una de las actuaciones de Rafaela Aparicio.

Imagen de una de las actuaciones de Rafaela Aparicio. / ARCHIVO

Aún hoy, Rafaela Aparicio sigue siendo una de las actrices españolas más queridas y recordadas por el gran público. Trabajadora incansable, la malagueña formó parte del elenco de multitud de obras de teatro y actuó en más de cien películas, casi siempre en papeles cómicos y rígidamente estereotipados. Ahora, además, su nombre aparece en las páginas de Aquellos segundos de primera, un libro de Carlos Arévalo que rinde homenaje a veinte actores y actrices de reparto del cine español —como Laly Soldevila, Julia Caba Alba o Jesús Guzmán— que durante décadas salvaron producciones mediocres pero, en muchos casos, han sido injustamente olvidados.

Conocida por su voz aguda y su aspecto bonachón, Aparicio era hija de un piloto de la marina mercante que, al poco de su nacimiento en 1906, se trasladó con toda la familia a Córdoba, donde ella se educó con las monjas carmelitas. "Allí se fraguó su inmensa devoción religiosa que cultivaría durante su longeva existencia, en la que mostraría verdadera adoración a la Virgen del Pilar, a Jesús del Gran Poder o a Santa Gema", escribe el autor sobre una mujer que, además, "siendo una niña perdió un ojo en un accidente mientras jugaba, por lo que tuvo que sustituirlo por uno de cristal".

Desde adolescente soñaba con convertirse en cómica, pero decidió estudiar la carrera de Magisterio por petición de su padre. Aunque no llegó a ejercerla y, siendo veinteañera, se enroló en una compañía teatral familiar dirigida por el empresario Manuel Benito Arroyo, de cuya mano se formó y recorrió Andalucía representando desde zarzuelas hasta sainetes. En la década de los treinta se marchó a Madrid con su padre, reconvertido en empresario teatral y taurino tras la muerte de su esposa, y allí le sorprendió la Guerra Civil mientras representaba la exitosa obra ¡Cuidado con la Paca! en el teatro de la Comedia.

Su vis cómica la situó en el camino del éxito desde el principio de su carrera teatral, donde tuvo oportunidad de trabajar con maestros de su tiempo como María Mayor o Juan Espantaleón. "Estrenó títulos como La decente de Miguel Mihura en el teatro Infanta Isabel", recuerda Arévalo en su ensayo. "Junto a la compañía con la que trabajaba, en la que estaban Irene Caba Alba e Isabel Garcés, estrenó las últimas cuatro comedias del premio Nobel de Literatura Jacinto Benavente [...]. Trabajó además en la compañía de Paco Martínez Soria, hizo también multitud de funciones infantiles y hasta revista con empresarios como Matías Colsada. No quiso nunca formar compañía propia por modestia, pues no quería ser cabeza de cartel, sino que se conformaba con hacer papeles de reparto”.

Mientras se curtía en el oficio, Aparicio empezó a salir con un técnico de teatro que respondía al nombre de Julio. Se llegaron a casar, pero su matrimonio duró menos de dos años, justo el tiempo que ella necesitó para darse cuenta de que el carácter de aquel señor era totalmente incompatible con el suyo. "Cambió y mi vida se convirtió en un infierno'" confesaría al respecto. "Se lo conté a mi padre, quien me dijo: 'Sepárate. No te preocupes, ya encontrarás a otro hombre’. Le hice caso, después de vivir un calvario que duró año y medio. A partir de ese día desapareció de mi vida completamente y lo borré de mi memoria hasta donde pude. Quedé destrozada".

Después de la ruptura conoció en el café El Gato Negro al que sería su gran amor: Erasmo Pascual, un gallego, también actor de reparto, que tiempo atrás había quedado viudo y tenía una hija pequeña a la que Aparicio acabaría cuidando y queriendo como si fuera suya. La pareja nunca se casó, porque la actriz estaba separada pero en España no existía en aquella época el divorcio, aunque sí tuvo un hijo al que llamaron Erasmo. Y, a pesar de las estrecheces económicas propias de la posguerra, fue saliendo adelante y, con esfuerzo, se pudo comprar un pequeño piso en el que ambos pasaron el resto de su vida.

La actriz se erigió en un rostro habitual de las comedias costumbristas del desarrollismo que se rodaban en la década de los sesenta, y se hizo especialmente popular gracias a su papel de cocinera en la serie de televisión La casa de los Martínez (1966-1970), por la que se ganó el sobrenombre de ‘la chacha de España’. Pero la fama no sirvió para aliviar el dolor y el sentimiento de vacío que experimentó el día de 1975 en el que su marido cerró los ojos a la vida de forma repentina. "Fue por la noche y pude estar a su lado, despidiéndole", contó luego al respecto. "Eran 47 años maravillosos e inolvidables los que se llevó con él. A partir de entonces la soledad se me clavó en el alma, a pesar de mis hijos y mis nietos; las paredes del piso que compartimos se me caían encima cada noche cuando llegaba de trabajar. El mundo entero fue otro ya sin él".

Se podría decir que el trabajo ofreció una vía de escape al dolor a la actriz, una mujer extrovertida y vitalista que en los años de la transición recibió de manos del rey Juan Carlos la prestigiosa medalla de oro al Mérito del Trabajo y que vivió con desagrado el fenómeno del cine erótico. "A mí siempre me fastidió rodar películas de cochinadas", dijo en una ocasión. "Nunca he soportado las escenas guarras. Así es que me negué a salir en aquellas en las que hubiera alguna pareja desnuda… Sabiéndolo, los directores procuraban darme papeles en los que no tuviera que estar presente con actores en porretas".

El legado de Rafaela Aparicio en el cine español

Curiosamente, Aparicio vivió su época de mayor esplendor y volumen de trabajo en su ancianidad. Y ya era una septuagenaria cuando consiguió mostrar otros registros interpretativos en trabajos como Mamá cumple cien años (1979), una comedia negra de Carlos Saura nominada al Oscar a la mejor película de habla. Después de esto, la Academia de Cine le otorgó el Goya Honorífico, su amigo Fernando Fernán Gómez le ofreció un papel en la melancólica El mar y el tiempo (1989) —que por cierto le valió el cabezón a la mejor actriz protagonista— y en 1991 le fue otorgado el Premio Nacional de Cinematografía por el talento y humanidad con que había recreado cientos de personajes entrañables.

 "Mi vida diaria es el trabajo", comentó en una entrevista concedida en sus últimos años. "Como ama de casa las labores se me dan muy bien, y sobre todo la cocina. Hago una vida muy sencilla: voy a misa los domingos, rezo el rosario... Mi dieta es muy sencilla: unas galletas y un vaso de leche caliente es todo lo que tomo al mediodía antes de salir al escenario. Yo me he criado en un ambiente sano. Ahora hay muchos jóvenes que parece que se cansan de nada y se quejan de todo. Yo nunca me cansaba de joven. Ahora hay días en los que no me encuentro muy bien, pero todos los males se me pasan al pisar un escenario o un plató".

Tanto es así que a menudo repetía que uno de sus grandes deseos era acabar sus días actuando. Estuvo a punto de conseguirlo, pero un problema de demencia senil progresiva y crónica la obligó a retirarse. Tenía 90 años cuando, en junio de 1996, falleció en una residencia de ancianos de Madrid a causa de una trombosis. "Ella, que nunca le hizo daño a nadie, no fue en absoluto correspondida con el supuesto cariño que tantos le profesaban y padeció un injusto final”, señala Arévalo. "A su entierro apenas asistieron un puñado de allegados, gesto que dolió enormemente a su familia, que nunca comprendió aquella falta de atención de una profesión que aseguraba quererla tanto. Hoy, varias calles en Madrid, Córdoba, Roquetas de Mar o Marbella llevan su nombre".