Opinión | UNA IBICENCA FUERA DE IBIZA

Dos lobos

Mis lectores más habituales (gracias) bien saben que he viajado atraída como un imán por uno de los episodios más deplorables de nuestra historia: el Holocausto

Prisioneros en Auschwitz.

Prisioneros en Auschwitz. / AFP

A la puerta del gimnasio me crucé a un chico que salía. Joven. Normal. Tan normal que mañana mismo a la misma hora no sería capaz de reconocerlo entre otros muchos que entran y salen. Sin embargo, al descubrir algo por el rabillo del ojo en un cajero de la acera, dio la vuelta. Era una pequeña pegatina con el lema ‘Free Palestine’. Fue hacia ella arañando con las uñas trozos diminutos. Seguí mi camino, pero con esa sensación de tristeza que me invade cada tanto. No era un alegato a Hamas, no era un cartel de odio o venganza hacia los judíos. Era un llamado, pequeñito, al derecho a la libertad de un pueblo.

Mis lectores más habituales (gracias) bien saben que he viajado atraída como un imán por uno de los episodios más deplorables de nuestra historia: el Holocausto. Desde Williamsburg, el barrio judío asentado en el Brooklyn neoyorkino —el segundo país del mundo en población judía, muy cerca de la propia Israel— al de Canneregio, en Venecia; origen de un espantoso invento que se exportó con vergüenza al mundo entero: el primer ‘gueto’. He estado entre las lápidas del Monumento del Holocausto en Berlín. En el más grande campo de exterminio: Auschwitz, donde más de un millón de personas fueron asesinadas y en Sachsenhausen, en Oranienburg en el que, a pesar de ser de ‘concentración’ y no de ‘exterminio’, se acabó con la vida de entre 50.000 y 100.000 personas.

Tras la reunificación de Alemania se anunció la reconversión de Sachsenhausen, abandonado entre el olvido y la vergüenza, en un Memorial y un museo. Pero a días de abrir, un grupo de neonazis prendió fuego a lo que consideraron un homenaje al pueblo judío. Uno de los barracones quedó destruido y en lugar de restaurarlo, se tomó la decisión de dejarlo calcinado, cubierto de una pared de cristal, como muestra de que el odio no es pasado y que, a falta de memoria, hasta lo más terrible puede llegar a repetirse. Y así abrió, bajo el lema ‘Never forget’ (Olvido nunca).

En Budapest también trataron de curar la enfermedad de la desmemoria del ‘Judenrein’, el término acuñado por la Alemania nazi que marcaba en los mapas las zonas, literalmente, ‘limpias de judíos’. Como con un humilde monumento frente al Danubio: 60 pares de zapatos conmemorando los miles de judíos obligados a desnudarse y descalzarse. Atados los unos a los otros, bastaba un disparo al primero para que todos cayeran en fila al río. 460.000 personas fueron asesinadas en Hungría según las cifras oficiales; 680.000 según la comunidad judía.

Pero sucedió otra cosa en Budapest, pequeña, casi imperceptible. Recorría la avenida Andrássy desde el Museo del Horror hasta la plaza de los Héroes cuando me crucé con una pareja tomados de la cintura. Él sacó las llaves de un coche. Ella entró a la puerta del copiloto mientras él descubrió por el rabillo del ojo algo en el coche de enfrente: en el polvo del parabrisas alguien había dibujado una esvástica. Sin decir una palabra, se acercó y la borró con la mano y siguió, callado su camino a su coche. Tan normal que les juro que, hoy mismo, ¡maldita sea…! no sería capaz de reconocerlo. Del mismo modo que, les juro, si me llegan a decir estando en Williamsburg, en Canneregio, ¡en Auschwitz! Que algún día leería que descendientes de aquellos judíos tan vilmente masacrados serían los que se valdrían de los guetos; los que convertirían campos de concentración en exterminio; los que aplicarían con sus propias manos un ‘Judenrein’, ahora con palestinos… No podría creerlo.

Seguí mi camino, pero con esa sensación de tristeza que me invade cada tanto

Orla Guerin, periodista de la BBC, entrevistó en abril a Daniella Weiss, veterana del movimiento extremista de colonos sionistas israelíes y exalcaldesa de un asentamiento ilegal en la Cisjordania ocupada. Aunque nació en 1945, el último año del Holocausto, habla sin pudor y con cierto orgullo de una Gaza limpia de los más de dos millones de palestinos que la habitan. “África es grande, Canadá es grande. El mundo acogerá a la gente de Gaza”.

Al ser preguntada sobre si está hablando de forzar a los palestinos a irse responde que “a los palestinos (buenos) se les permitirá irse” porque “la gente ‘normal’ no querría vivir en el infierno”. Cuando la entrevistadora responde que lo que dice suena como ‘un plan de limpieza étnica’, responde: "Puedes llamarlo limpieza étnica, puedes llamarlo apartheid. Tú elige la definición. Yo elijo la forma de proteger al Estado de Israel". Le brillan los ojos cuando cuenta: "Tengo amigos en Tel Aviv que me piden: ‘Guárdame un terreno cerca de la costa de Gaza’, porque —explica— Gaza es una costa preciosa, ¡preciosa!, con una preciosa arena dorada". Hasta se ríe cuando les contesta que “las parcelas de la costa ya están todas reservadas”.

Hay un antiguo cuento Cherokee donde un anciano cuenta a los niños una historia:

“—Dentro de nosotros libran una batalla dos lobos: uno es violento, lleno de rabia y resentimiento; el otro pide esperanza, compasión y paz.

—¿Y cuál vencerá la batalla?—Le preguntan.

—Aquel al que alimentes”.