Opinión | UNA IBICENCA FUERA DE IBIZA

'Made in Spain'

Alejandro Finisterre, un poeta republicano herido de gravedad de los bombardeos del bando sublevado durante la guerra civil, tras conocer en el hospital a tantos niños mutilados, les regaló el invento del futbolín

Un futbolín.

Un futbolín. / Archivo

A lo lejos sonaba el televisor sin nadie que le prestara atención. Ruido. A saber si marrón, blanco o rosa, pero ruido nada más. Hace ya mucho que huyo de los televisores con tertulianos sobre un fondo de música apocalíptica. Me suben la tensión. Y ojo, los entiendo. Las audiencias mandan y no hay mejor manera de agarrarlas del pescuezo que meterles miedo. Uno se queda ahí, paralizado, los siete minutos de anuncios si lo último que te dijo un presentador es que acaba de entrar una noticia de última hora, una primicia que te contarán después de la publicidad si el tono, la postura y sobre todo la música de fondo es de alarma. No vaya a ser que cambies de canal o te vayas a la cocina a batir huevos para la tortilla de patatas y te pierdas que no sé quién ha lanzado un misil apuntando directamente a tu vitrocerámica.

Pero esta era una tertulia distendida, de esas hasta con risas. Solo captó mi atención escuchar que nombraban el barrio en el que vivo. Y para nada por amenazas de invasiones de fuerzas extranjeras —salvo que la RAE ya cuente como tales a los turistas de AirBnB—, sino porque el rey había causado expectación al aparecer el otro día, así como si nada, de compras. Mira tú, qué campechano. Que se había presentado en una pequeña tienda para sorprender a la reina regalándole una camisa. Pero no una cualquiera, ojo, sino con la particularidad de que no se arruga, no se mancha, repele el agua y el olor corporal. De fabricación sostenible y tecnología made in Spain.

Creo que grité “¡Menos mal!” duplicando en decibelios el volumen del televisor y aunque me disculpo, en mi defensa alegaré que estoy hasta el mismísimo de que las tiendas más visitadas del barrio sean las gofrerías, mucho más conocidas por la innovación del propietario emprendedor: hacer el bollo en forma de pene primero, de vagina después. Así aparecieron las pollerías y coñerías y los alrededores se llenaron de carteles de “Y a ti, ¿cómo te gusta comerlo?”, “¿Hasta el fondo o la puntita?”, “A mí me gusta mojadito” que el mismo rey debió cruzarse mientras buscaba una camisa. Pero si algo comparten las modas y los penes, aunque no te lo cuenten en carteles de colores incendiarios, es que todo lo que sube, baja, y la moda del pollofre y coñofre se extendió a la misma velocidad con la que perdió fuelle. Para muchas ciudades, apenas un gatillazo. ¿En todas? ¡No! Una aldea poblada por irreductibles gofres resiste, todavía y como siempre, al invasor, esperando que la RAE ya reconozca como invasores a los turistas de AirBnB y a las despedidas de solteros, solteras y solteres que posan vestidas con falda de tutú pero con un pene en la boca y otro en la cabeza en las historias de Instagram.

Se suma a la vasta historia de inventos españoles: el submarino, la fregona —y más adelante el cubo escurridor—, el traje de submarinista —y más adelante, el de astronauta—; el chupachups, el sacapuntas, la calculadora, la máquina de rayos x, la jeringuila desechable, la aguja hipodérmica, la anestesia epidural, el autogiro, el puente trasbordador, los captadores de bruma, la bota de vino, la silla de ruedas, la minipimer, el interruptor Simón, la guitarra española o las castañuelas, y porque España siempre fue un poco de luces y sombras, también el cóctel molotov. Y como los porqués importan, Alejandro Finisterre, un poeta republicano herido de gravedad de los bombardeos del bando sublevado durante la guerra civil, tras conocer en el hospital a tantos niños mutilados, les regaló el invento del futbolín.

Al ser preguntado por los porqués en El País, el talento tras los pollofres, Pedro Buerbaum, contó que al pedir a la fábrica china el catálogo de máquinas de gofres se encontró con “ositos, peces, flores… todo tipo de formas” y al llegar a la página 19, la polla: “¡Joder con los chinos!” cuenta que exclamó. Ahí empezó y acabó el trabajo de prospección. Ahora triunfa como tiktoker vendiendo consejos a aspirantes a emprendedores.

Pero el que esté libre de serendipias que tire la primera piedra. En lo más alto de nuestros méritos patrios sigue el “descubrimiento” de América por un tal Colón —a saber de dónde—, almirante de la Mar Océana que, cual la paloma de Alberti “se equivocó, se equivocaba. Por ir al norte, fue al sur, creyó que el trigo era agua, se equivocaba”. Suerte que entre lo saqueado iba el tomate y el cacao. Si no llegan a traer la patata las discusiones nacionales sobre otro gran invento español versarían hoy sobre la tortilla con cebolla o sin cebolla —es decir: francesa—, pero con nada más.

Siempre nos queda tirar del comodín de la baraja —la española, otro invento— que en el diccionario en la tercera acepción de ‘descubrir’ se refiere a “Hallar lo que estaba ignorado o escondido, principalmente tierras o mares desconocidos”, y en la octava, “Quitarse el sombrero”. El mismo diccionario que nos dicta, a fin de cuentas, que ‘invención’ tanto es la “Cosa inventada”, como “Engaño, ficción”. Made in Spain.