Opinión | MACONDO EN EL RETROVISOR

Morir de éxito

Habrá a quien le parezca una paradoja el hecho de que alguien no sepa disfrutar lo que otros muchos persiguen sin escatimar esfuerzo y sacrificios y, sin embargo, tampoco es complicado comprender la carga y la exigencia de ciertos estándares, y las obligaciones y expectativas que conllevan

Vista de Lisboa.

Vista de Lisboa. / EPE

He visto hace poco la maravillosa Back to Black, el biopic sobre Amy Winehouse, que relata el meteórico ascenso a la gloria de la cantante británica y su personal bajada a los infiernos, que terminó con su vida cuando sólo tenía 27 años. Su muerte le labró un nuevo logro, entrar a formar parte de El club de los 27, una exclusiva lista de artistas y celebridades que fallecieron a esa misma edad, y que, además de eso, también tenían en común haber logrado un éxito fulminante, nunca mejor dicho.

Brian Jones, Jimmi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Jean-Michel Basquiat o Kurt Cobein, son algunos de los nombres que forman parte de ese grupo de famosos, que pese o precisamente a causa de sus logros profesionales, no supieron o no pudieron gestionar todo lo que se les vino encima.

Habrá a quien le parezca una paradoja el hecho de que alguien no sepa disfrutar lo que otros muchos persiguen sin escatimar esfuerzo y sacrificios y, sin embargo, tampoco es complicado comprender la carga y la exigencia de ciertos estándares, y las obligaciones y expectativas que conllevan.

Lo que nunca me había planteado hasta ahora es que exactamente lo mismo le puede pasar a negocios, lugares y hasta a ciudades enteras. Estos días he encontrado en las redes uno de los mejores titulares que he leído en mi vida, por todo lo que plasma y sugiere: Lisboa se muere de éxito. Es un magnífico reportaje de Tereixa Constenla para El País Semanal, en el que relata, con una prosa afilada y certera, como la capital portuguesa agoniza, en el intento de cumplir con los requerimientos y las demandas típicos de ese «club de las ciudades carismáticas que ya sólo hacen felices a sus visitantes».

El triunfo, ya se ve, puede ser un arma de doble filo. De manera que mientras unos suspiran y hacen planes para visitarla y sacarse fotos en sus miradores repletos y en sus empedradas, y ahora congestionadas calles, la población local también ha tenido que hacer las maletas, condenados a marcharse a la periferia

La periodista nos explica cómo la autenticidad de la patria chica de Fernando Pessoa, con sus calles teñidas de melancolía y cierta decadencia, flanqueadas de ropa tendida y azulejos tradicionales, se ha transformado o adaptado, en muchos casos, hasta convertirse en un escenario de diseño globalizado, digno de las fotos perfectas de Instagram. En mi última visita, el ambiente inconfundible de esa urbe portuaria bella y oscura, que conocí mucho antes de disfrutarla, a través de los textos de Muñoz Molina y de Tabucchi, había experimentado una suerte de descafeinamiento, un lavado de cara que denuncia Constenla en su reportaje.

Y es esa mutación, consecuencia de un incremento incuestionable de turistas y sus requerimientos y necesidades, la que ha tenido consecuencias palpables, que van más allá de la más profunda y simple: olvidar su esencia. Irónicamente, pese a ello, se sucedan ahora sin cesar los elogios y los posts de los influencers y los más prestigiosos laureles. El año pasado, sin ir más lejos, fue declarada el mejor destino urbano de Europa en los World Travel Awards.

Aunque el triunfo, ya se ve, puede ser un arma de doble filo. De manera que mientras unos suspiran y hacen planes para visitarla y sacarse fotos ensus miradores repletos y en sus empedradas, y ahora congestionadas calles, la población local también ha tenido que hacer las maletas, condenados a marcharse a la periferia. De hecho, desde 2013 seis de sus barrios más históricos han perdido un 30% de su población. Y un 60% de las viviendas son pisos turísticos. Una situación que no nos es desconocida en nuestro país. De hecho, el pasado mes de abril Pedro Sánchez anunció que iba a eliminar los visados de oro a extranjeros, que permitían lograr permisos de residencia a aquellos que invirtieran más de 500.000 euros en vivienda en España, precisamente para evitar ese modelo de inversión especulativo.

Y en Canarias, Cantabria, Baleares y Madrid ha habido este año multitudinarias manifestaciones para rechazarlo. Así como el turismo masivo, ese mismo que está asfixiando a Lisboa y terminando con su encanto, y que cada vez más arrincona a los habitantes locales, hasta convertirlos en una especie en vía de extinción.

La admiración y el aprecio son estupendos, siempre que no conlleven cambiar quienes somos por petición popular y no propia. Y eso se aplica a las personas, pero también a los lugares y a quiénes los habitan o los deshabitan.

Parte de la magia de muchos destinos está en sus gentes, sus costumbres, su calor y su estilo, y si se ven obligados a marcharse, para acomodar a los turistas, las ciudades se convertirán en parques temáticos o escenarios idílicos de películas y fotos, vacíos de vida, sin alma. Muertos de éxito.