Opinión | EL ESPÍRITU DE LAS LEYES

El Tribunal Constitucional no puede escribir las leyes

Rüthers habla aquí de "un ambiente de lucha cultural" (Kulturkampf), y eso mismo podríamos decir nosotros con respecto a España

Archivo - Edifici del Tribunal Constitucional

Archivo - Edifici del Tribunal Constitucional / Eduardo Parra - Europa Press - Archivo

La interpretación de la Constitución que debe realizar el Tribunal Constitucional ha de distinguirse por la sobriedad y el respeto absoluto al poder constituyente constituido. El Tribunal Constitucional, por tanto, jamás debería actuar como un poder constituido constituyente, lo que entrañaría una usurpación. Consiguientemente, la afirmación doctrinal de que la Constitución es lo que en cada momento determina el Tribunal Constitucional, debe considerarse correcta únicamente en sentido descriptivo, para resaltar la jerarquía hermenéutica del Alto Tribunal.

La jurisprudencia constitucional, bien es cierto, tiene carácter evolutivo (Sentencia del Tribunal Constitucional (STC) 31/2010, Fundamentos Jurídicos (FJ) 58 y 77), pero ese carácter nunca puede implicar el ejercicio de funciones nomotéticas [las que enuncian leyes de validez universal o principios generales] que amplíen, en sustitución del poder de reforma, el contenido de las normas constitucionales. Tal vez esto sea, sin embargo, como bien observa Villaverde, lo que haya ocurrido en la exégesis [explicación] del artículo 32.1 de la Constitución Española llevada a cabo en la STC 198/2012 para hacer compatible con él la introducción por el legislador ordinario del matrimonio entre personas del mismo sexo. Aquí se ofrece, según Ignacio Villaverde, "una acabada imagen de constitucionalismo líquido", o, dicho en otros términos, una invasión del ámbito normativo reservado al poder constituyente.

Lo curioso es que algo parecido sucedió poco después en la Sentencia del Tribunal de Karlsruhe (Sala 2ª) de 7 de mayo de 2013 a propósito de la equiparación tributaria entre uniones de hecho de parejas homosexuales con las parejas heterosexuales casadas. Rüthers habla aquí de "un ambiente de lucha cultural" (Kulturkampf), y eso mismo podríamos decir nosotros con respecto a España, donde, en mi modesta opinión, también se ha desconocido la garantía institucional del matrimonio, cuyos perfiles constitucionales quedaron desfigurados por el legislador.

Especial inquietud suscita la práctica de las denominadas sentencias interpretativas de rechazo, en las que el Tribunal Constitucional impone una única inteligencia de los preceptos legales. Estas decisiones pueden considerarse como manifestación de una función nomotética ejercida por un órgano ajeno al Parlamento, función de un legislador positivo que no deja de ser una anomalía en el Estado democrático. El problema no radica sobre todo en los abusos que puede conllevar ocasionalmente el ejercicio de estas prácticas (o sea, la manipulación de los textos legales para hacerlos conformes con la Constitución: así, por ejemplo, en las Sentencias 247/2007 y 101/2008, sobre el nuevo Estatuto Valenciano y sobre el Reglamento del Senado y la designación de Magistrados constitucionales, respectivamente), sino, como digo, en su compatibilidad con el principio democrático.

Ciertamente, la doctrina más acreditada (el propio Ignacio de Otto, mismamente) justifica con base en tal principio esas prácticas, ya que con ellas se trataría de proteger la obra del legislador democrático mediante la no anulación de aquellas leyes que puedan -y por lo tanto deban- interpretarse de conformidad con la Constitución. Sin embargo, lo relevante no es, a mi juicio, esa perspectiva, sino esta otra: el Tribunal Constitucional, órgano de naturaleza jurisdiccional, impone una opción política determinada a fin de preservar la integridad de la ley parlamentaria, fruto de la decisión del legislador democrático. Aquello que es lógico por una parte, resulta absurdo e inquietante por otra.

Tal vez cabría hacer –previa reforma, desde luego, de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional– un uso estrictamente nomofiláctico [protector de la norma jurídica] de la técnica de las sentencias interpretativas de rechazo, para lo cual bastaría con efectuar una tarea de mera verificación de la compatibilidad lógica entre el precepto constitucional de que se trate y los distintos significados semánticos posibles de la norma legal enjuiciada.

Si uno o varios de tales significados resultasen contrarios a la Constitución, la consecuencia no habría de ser la imposición del que el Tribunal juzgase legítimo, sino el otorgamiento al legislador de la oportunidad de alterar el texto legislativo concreto, que forma parte de un conjunto normativo mayor en el que adquiere su pleno sentido político. Un sentido que puede verse seriamente perturbado por la imposición hermenéutica del Tribunal Constitucional.

Pero hay más: las sentencias interpretativas de rechazo, sobre todo cuando se apartan abiertamente del tenor literal de la ley enjuiciada, no sólo invaden la competencia del poder legislativo, sino que deterioran la posición del poder de reforma constitucional al restringir sus opciones, ya que, de ser formalmente estimatorios los pronunciamientos del Tribunal, tal vez forzarían a dicho poder a plantearse la modificación de la Constitución para dar cabida a una voluntad política suficientemente mayoritaria por responder a amplias corrientes sociales.

Tales sentencias generan, pues, un doble efecto patológico. De un lado, preservan a toda costa la constitucionalidad de la ley mediante la alteración de su enunciado normativo y la creación de una norma nueva, lo que puede traicionar la voluntad política del legislador, aunque el fallo desestimatorio salve su prestigio. De otro, disminuyen, en el marco de una Constitución abierta, la capacidad de adaptación evolutiva del texto constitucional por obra del poder de reforma, al eliminar artificiosamente las contradicciones entre la norma suprema y la legislación ordinaria.

Según hemos escuchado al profesor Ignacio Villaverde, otra forma de licuefacción constitucional puede producirse a través de la "bienintencionada" técnica hermenéutica [de interpretación de los textos] denominada diálogo entre Tribunales, especialmente empleada en la determinación del contenido de los derechos fundamentales, citando Villaverde al respecto el célebre caso Melloni, objeto de un amplísimo debate doctrinal. Es esta una cuestión de suma importancia, acerca de la cual deseo formular también mi opinión en este solemne acto académico.

Como resulta harto conocido, el artículo 10.2 CE –uno de los preceptos que configuran la apertura de nuestro ordenamiento al Derecho Internacional– establece que "Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España". Pues bien, la remisión hermenéutica que en materia de derechos fundamentales efectúa la Carta Magna debe utilizarse con la cautela que exige la normatividad constitucional y la supremacía del poder constituyente. En la STC 64/1991 (FJ 4 a]) se deja bien sentado que la "interpretación" a que alude el artículo 10.2 CE no convierte a los tratados internacionales "en canon autónomo de validez de las normas y actos de los poderes públicos desde la perspectiva de los derechos fundamentales. Si así fuera, sobraría la proclamación constitucional de tales derechos".

Por tanto, la validez mencionada debe medirse sólo por referencia a los preceptos constitucionales que reconocen los derechos y libertades fundamentales, siendo los textos y acuerdos internacionales del artículo 10.2 "una fuente interpretativa que contribuye a la mejor identificación del contenido de los derechos cuya tutela se pide a este Tribunal Constitucional".

Resulta, pues, que la correcta comprensión del artículo 10.2 requiere distinguir entre la fuente normativa –únicamente la Constitución misma– y la fuente hermenéutica de los derechos. Consiguientemente, debe quedar claro que la afectación de la interpretación internacional al parámetro aplicable en el proceso de amparo constitucional jamás deja de ser una afectación de carácter hermenéutico. El parámetro normativo sigue siendo la propia Constitución, es decir, los derechos y libertades que ella proclama y para cuya tutela privilegiada ha instituido el recurso de amparo.

No se niega con tal observación la importancia de la fuente hermenéutica internacional o supranacional de los derechos, pero se pretende destacar que su utilización por mandato del artículo 10.2 nunca podría oponerse al tenor literal de los preceptos constitucionales que los contienen (así, pues, in claris non fit interpretatio [En las cosas claras no se hace interpretación]) ni eliminar la supremacía del Tribunal Constitucional en su interpretación, ya que a él le compete precisar en último término su contenido, como reitera la STC 136/2001.

Ello debe considerarse así incluso en el ámbito de la denominada "interpretación evolutiva" de la Constitución. En la STC 198/2012 (FJ 9) afirma el Tribunal que los tratados a que se refiere el texto constitucional en orden a la exégesis de los derechos fundamentales enunciados en el mismo "se van incorporando paulatina y constantemente a nuestro ordenamiento, a medida que, acordados en el seno de la sociedad internacional, la Unión Europea o el Consejo de Europa, España los ratifica, con lo cual la regla hermenéutica del artículo 10.2 de la Constitución Española lleva asociada una regla de interpretación evolutiva…". Cierto, pero esto en absoluto ha de tomarse como la habilitación de un poder constituyente de carácter hermenéutico, ni, claro está, mucho menos de carácter normativo.

En una ocasión le oí decir a un ufano ex magistrado del Tribunal Constitucional que este órgano jurisdiccional representaba el elemento aristocrático del sistema constitucional. Pero se trata, con toda evidencia, de un craso error taxonómico, aunque políticamente muy significativo de las aspiraciones de dominio propias de una casta de brujos-juristas. Ahora bien, este regreso desiderativo a la doctrina del Estado mixto, inconscientemente resucitada, da cuenta de un fenómeno perfectamente acreditado.

Como escribe Jonathan Sumption ("Juicios de Estado. La Ley y la decadencia de la política", 2019), en las tres últimas décadas los tribunales han acabado compartiendo la desconfianza generalizada en el proceso político y en el razonamiento político como elementos para la toma de decisiones públicas y han desarrollado un concepto más amplio del imperio de la ley, incrementando así considerablemente su papel constitucional.

Ello ha tenido lugar también en Gran Bretaña y se ha visto potenciado en los demás países del Consejo de Europa por el activismo judicial del Tribunal de Estrasburgo, el cual ha aumentado de tal manera el contenido del Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950 al margen de lo acordado por los Estados que lo suscribieron, que realmente es un órgano jurisdiccional que legisla.

Cabe añadir que otro tanto se puede afirmar del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que, sobre todo tras la Carta de Derechos Fundamentales de 2000/2007, ha emprendido decididamente el camino de la soberanía, iniciado in nuce [en germen] en el caso Costa/Enel, en el lejano 1964.

Sumption concluye afirmando que "si en algún momento llegara el fin de la democracia, no nos daríamos cuenta. Las democracias avanzadas no se derrocan… Las instituciones sufren un drenaje imperceptible de todo lo que con anterioridad las hacía democráticas. Las etiquetas seguirán ahí, pero ya no describirán los contenidos. La fachada continuará en pie, pero sin nada detrás. La retórica de la democracia permanecerá inalterada, pero carecerá de significado. Y la culpa será nuestra".