Opinión

Elogio de la biblioteca

Lograr convertirse en un país de buenos lectores me parece una de las labores más nobles que hay

Un niño busca libros en una biblioteca.

Un niño busca libros en una biblioteca. / EPE

La semana pasada, organizado por la Xarxa de Biblioteques de Mallorca, asistí a un interesante taller sobre literatura infantil y juvenil que impartió María Asuero, una bibliotecaria sevillana. Es raro encontrarse con ponentes que expresen con tanta nitidez su amor por los buenos libros. Al escucharla, pensé en Annis Duff, una conocida bibliotecaria de Toronto a la que debemos un hermoso ensayo sobre la lectura en familia, Longer Flight. Con razón, a Duff le gustaba decir que los padres hablamos demasiado y que conviene sencillamente dejar que la lectura alimente la imaginación de los niños –¡y de los jóvenes! –, a fin de que su conciencia se vaya forjando en el contacto cotidiano con las grandes obras. Frente a la literatura best seller (y no importa citar títulos ni autores, porque llenan las estanterías de los centros comerciales), la literatura en mayúscula presenta a los jóvenes modelos de humanidad, incluso en circunstancias tan aciagas como puede ser una guerra o una pandemia. Los relatos clásicos –de la Odisea al Quijote, de Blancanieves a Las aventuras de Pinocho– nos invitan a confiar en el hombre, en la belleza y en la verdad, a veces contra toda esperanza.

Por supuesto, el mundo actual no parece remar a favor de los valores que nos ofrecen estos libros. El emocionalismo, sin el filtro de la cultura, conduce a un maniqueísmo moral de muy escaso recorrido. Del blanco al negro –o viceversa–, los matices desaparecen así como el necesario respeto a la pluralidad. Si la inteligencia es en gran medida un espacio lingüístico, difícilmente sabremos pensar –o entender– más allá del límite que nos imponga nuestro vocabulario y nuestra sintaxis. Parafraseando el título de aquella gloriosa colección de ensayos que firmó Marguerite Yourcenar, El Tiempo, gran escultor, cabría decir que la lectura es la gran escultora de la conciencia humana; o que al menos lo ha sido en el largo periodo que va desde la filosofía griega a la aparición de las nuevas tecnologías de la comunicación, empeñadas en sustituir la palabra por la dictadura de los algoritmos y por el falaz prestigio de la imagen.

Una sociedad sin lectura produce una cultura amorfa. Su dinamismo puede ser efectivo, pero resulta engañoso porque sus fundamentos son precarios. La lectura se asemeja, en cambio, al vino que necesita tiempo para madurar: un tiempo forzosamente largo aunque seguro, como lenta y cuidadosa tiene que ser la lectura. Los griegos utilizaban la palabra acedía para referirse a la falta de cuidado y, siglos después, los padres del desierto denominarían a esta falta de atención «demonio del mediodía», uno de los pecados capitales por excelencia. El menosprecio de la memoria en los colegios; la sustitución de los clásicos por una literatura funcional y –¡ay! – altamente ideologizada o, peor aún, por las pantallas de las tabletas y sus artificiosos efectos visuales; el prestigio último de la ciencia frente a la decadencia de las humanidades son síntomas de un cambio de época que supone también una transformación –me temo que a peor– de nuestra sensibilidad estética, moral e intelectual. Por supuesto, tenía razón Duff: los padres hablamos demasiado. Haríamos mucho mejor acompañando a nuestros hijos en la lectura, ofreciéndoles la riqueza de un mundo por descubrir.

De todo ello, nos habló con convicción María Asuero. Lograr convertirse en un país de buenos lectores me parece una de las labores más nobles que hay. Y esa es la misión de las bibliotecas públicas. O, al menos, una de las principales.